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Adolfo D. Lozano

La sal no provoca hipertensión

Desde los años 50 una parte de la comunidad médica plantó una guerra tan mortal como absurda, inconsistente y perjudicial contra las grasas y el colesterol. Una guerra que políticamente ganaron con la dieta oficial baja en grasas y alta en carbohidratos.

Si crees que el sentido común es siempre buen consejero en salud y nutrición, estás equivocado. De hecho, somos víctimas de numerosos mitos y creencias erróneas por haber sido consideradas lógicas entre médicos y científicos. Un ejemplo claro de deducción errónea es la asunción común de que la causa de la elevada presión sanguínea es el consumo de sal. Desde 1920, cuando los médicos fueron capaces por primera vez de medir la presión sanguínea de sus pacientes con precisión, se ha considerado la hipertensión un factor de riesgo central en la enfermedad cardiovascular y el infarto. Y se le ha tenido asimismo como un factor relacionado con la diabetes y la obesidad.

Está perfectamente demostrado que los niveles de insulina son anormalmente elevados en las personas hipertensas, y que la hipertensión puede describirse como un estado de resistencia a la insulina. A pesar de las pistas que se establecen con estas relaciones, las autoridades sanitarias han estado insistiendo durante al menos treinta años en que debemos reducir la sal para rebajar la tensión elevada. Y parece de sentido común. Cuando consumimos sal –cloruro de sodio– nuestros cuerpos mantienen la concentración de sodio en nuestra sangre reteniendo agua junto con éste. Los riñones deberían responder entonces liberando por la orina el exceso de sal junto con agua. La mayoría de las personas aumentarían su presión sanguínea debido a la hinchazón que produce la retención de agua. Esto es en resumen la hipótesis de la sal. Su principal problema es que no ha generado una demostración empírica consistente. En 1967, Jeremiah Stamler describía la evidencia que la apoyaba como "no concluyente y contradictoria". Los posteriores estudios del National Institute of Health de Estados Unidos tampoco pudieron confirmarla. Todo lo que se ha podido probar parece que es una reducción de unos 4 mm/Hg en la hipertensión eliminando la sal, lo que es un valor ridículo (una hipertensión severa alcanza niveles de 40 mm/Hg).

Es importante tener en cuenta que la hipertensión es una enfermedad de la civilización. Los estudios con poblaciones primitivas, como el de Cyril Donnison publicado en 1938 en Civilization and Disease, confluyen en la observación de que la hipertensión es inexistente en esas sociedades y tribus. Y es cierto que esas poblaciones no ingieren sal. Pero, ¿qué otra cosa fundamental consumen las sociedades desarrolladas pero no las primitivas? Un breve vistazo a los trabajos sobre las enfermedades de la civilización de principios del s XX, campo donde destacaron McCarrison y Price entre otros, alerta enseguida de un peligro fundamental: el consumo de azúcar, cereales refinados, almidones, harinas y todos los infinitos derivados alimentarios de los mismos. En 1860, el químico alemán Carl von Voit atribuyó por primera vez la hipertensión al consumo elevado de carbohidratos. En 1919, Francis Benedict, del Carnegie Institute de Washington, decía que las dietas ricas en carbohidratos impiden la liberación de agua. En la década de 1960, Walter Bloom explicaba en The American Journal of Clinical Nutrition cómo los carbohidratos fuerzan la retención de sodio. Es decir, en lugar de tener la presión alta por consumir sal, resulta imprescindible la presencia de una dieta rica en carbohidratos para que esto se produzca. En los 70 se demostró que los carbohidratos producían hipertensión en concreto a través de la insulina. Y es que cada vez que ingerimos hidratos de carbono, nuestro páncreas libera insulina. A mediados de los 90, el manual Joslin’s Diabetes Mellitus daba credibilidad a la hipótesis de los hidratos de carbono en la hipertensión. Desde los 70, la ciencia ha demostrado los múltiples mecanismos por los que las dietas ricas en carbohidratos provocan hipertensión a través de la insulina alta, en particular debido a su efecto sobre el sistema nervioso gracias a los trabajos del endocrino Lewis Landsberg.

Por qué se ha marginado la hipótesis correcta, la de los carbohidratos, y se sigue creyendo una falsa por innumerables médicos y pacientes, la de la sal, no es difícil de entender. Desde los años 50 una pequeña parte de la comunidad médica plantó una guerra tan mortal como absurda, inconsistente y perjudicial contra las grasas y el colesterol. Una guerra que políticamente ganaron con la dieta oficial baja en grasas y alta en carbohidratos. Sin embargo, uno debería rechazar por completo recomendaciones oficiales como éstas. Seguir una dieta restringida en carbohidratos es lo más inteligente que se puede hacer. Al menos, si te importa tu salud.

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