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Adolfo D. Lozano

Cereales: el mal de la civilización

Siguiendo el dogma impuesto hoy en nutrición, los antiguos egipcios debían haber tenido una salud excelente. Sin embargo, sufrían de una salud catastrófica.

Para muchos médicos de hoy en día, lo que vivió la civilización del Antiguo Egipto hace miles de años fue un auténtico paraíso nutricional. Una dieta repleta a rebosar de cereales, además de frutas y verduras. Aunque los egipcios comían carne, era casi un privilegio de las clases altas y su consumo de proteína (y grasa) animal supuso un importante descenso en comparación con lo que había estado consumiendo durante decenas de miles de años el ser humano prehistórico. Si sigues una dieta de estas características, te dirán, disfrutarás de una gran salud. Sin duda, éste no fue el caso de los antiguos egipcios. Es muy importante tener en cuenta que por aquel entonces no había azúcar, y sin embargo no necesitaban de él para proveerse de cantidades ingentes de hidratos de carbono: el trigo entero era el rey de su alimentación. Los animales eran más valorados para el trabajo de carga y transporte que como fuente alimentaria, y la ribera del Nilo con su cultivo de trigo, frutas y vegetales proporcionaba una dieta perfectamente alta en carbohidratos y baja en grasas. La inexistencia entonces de tóxicos edulcorantes, perjudiciales grasas hidrogenadas, y artificiales colorantes y conservantes nos da una buena perspectiva de los efectos de seguir simplemente una alimentación extraordinaria en carbohidratos y pobre en proteína y grasas.

Siguiendo el dogma impuesto hoy en nutrición, los antiguos egipcios debían haber tenido una salud excelente. Sin embargo, sufrían de una salud catastrófica. Por primera vez en la historia aparecieron la enfermedad cardiovascular, la diabetes, la elevada presión sanguínea y la obesidad. Hicieron acto de presencia las enfermedades de la civilización, algo a lo que escapó por completo el hombre paleolítico.

En 2007, tal como reportaba el New York Times, la momia de la reina egipcia Hatshepsut, que reinó hace 3.500 años, muestra una persona diabética y obesa de 50 años. Además, tenía una salud dental terrible. Esto último es importante en tanto los esqueletos paleolíticos que consumían una dieta a base de proteína y grasas animales y vegetales muestran todo lo contrario, una salud dental envidiable. Y es que una dieta alta en carbohidratos es desastrosa para la salud bucal. Ya en 1937, un estudio del Dr. Osborn publicado en el Journal of Dental Research establecía el poder de los hidratos de carbono para producir desmineralización dental. El trigo refinado tenía un poder superior al azúcar refinado. 

Más recientemente, un estudio de noviembre de 2009 del Journal of American Medical Association sobre las arterias de 22 momias confirmaba que la enfermedad cardiovascular era común en el Antiguo Egipto. Para poder entender la clara diferencia en padecimiento de enfermedades crónicas entre algunas culturas primitivas y otras como la actual industrial o incluso ya la del Antiguo Egipto, es casi imprescindible referirse a la teoría de las enfermedades de la civilización ideada por Stanislas Tanchou, un médico alemán que sirvió a Napoleón y estudió la distribución del cáncer. Tanto sus estudios como a comienzos del siglo XX los de Hrdlicka, Fouché o Roger Williams encontraron que enfermedades crónicas como el cáncer o la cardiovascular eran desconocidas en culturas primitivas y tribus aún existentes. En 1910 Isaac Levin recalcaba que una hipótesis vegetariana carecía de sentido pare entender estas diferencias, puesto que los inuit esquimales, los indios americanos o los masai disfrutaban de una salud excelente consumiendo elevadas cantidades de productos animales. Gracias a científicos como Hoffman, en la década de 1920 llegó a aceptarse ampliamente que el problema central eran los hidratos de carbono, especialmente los refinados como azúcar y harinas blancas que se extendieron en el siglo XIX gracias a desarrollos industriales. McCarrison elaboró en esa década su causa tanto contra el azúcar como contra el arroz, especialmente el refinado, explicando cómo en India –donde llevó a cabo gran parte de su labor científica– están claramente más sanas las áreas que consumen muchos productos animales y poco arroz. El hombre paleolítico no consumía arroz ni cereales refinados puesto que ni siquiera era agricultor. Tampoco debemos olvidar que la industrialización hizo aparecer otros alimentos: los aceites de maíz, girasol y soja, altos en proinflamatorios ácidos Omega 6.

Hablar hoy de la teoría de las enfermedades de la civilización cuanto menos suena extraño. ¿Por qué? Porque en los años 50 irrumpió una teoría irreconciliable: la causa de y contra las grasas capitaneada por Ancel Keys, que denostaba los productos animales y ensalzaba hasta la extenuación los hidratos de carbono, que naturalmente están libres de grasas. La teoría de las enfermedades de la civilización fue marginada, cuando no ninguneada, y la explosión en cifras del cáncer, la enfermedad cardiovascular o la diabetes fue imparable. Para solucionar semejante tormenta perfecta nutricional no es preciso volver al Paleolítico. Sólo tienes que seguir las pautas que conforman una dieta antiinflamatoria.

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