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Cristina Losada

Las naciones no vienen de París

No vayamos a hacer como otros países, que conmemoran sus gestas a la menor ocasión, y no vayamos a aprovechar el Bicentenario para proceder a una exaltación de la nación española. Y así ha sido

Puede que la Constitución de Cádiz fuera un proyecto irrealizable en las circunstancias de la época, pero no hay duda de que estableció el concepto moderno de nación en España. Frente al Antiguo Régimen, donde el vínculo político era la sumisión al soberano común, las Cortes de 1812 confirieron cuerpo jurídico a  la nación como conjunto de toda la sociedad integrada por individuos libres y con iguales derechos. En ella y, por tanto,  en ellos, se hizo residir la soberanía. Dado su carácter fundacional, el Bicentenario hubiera merecido algo más, pero, claro, estamos en España. No vayamos a hacer como otros países, que conmemoran sus gestas y hasta sus gestos a la menor ocasión y,  ante todo, no vayamos a aprovechar el aniversario  para proceder a una exaltación de la nación española. De ningún modo. Y el caso es que  las celebraciones se han circunscrito de tal manera a la ciudad de Cádiz que se diría que La Pepa es sólo un producto  local.

 
Mucho de lo que sucedió en esos dos siglos que nos separan de los esforzados constituyentes explica ese raro fenómeno nuestro de que cualquier celebración española –que no sea futbolística, of course- se despache con el mínimo empaque y concite pasotismo cuando no hostilidad y  aversión. Y es que los cimientos que se pusieron en Cádiz no acabaron de cuajar, durante el XIX,  en un Estado sólido fundado en los principios de libertad e igualdad ante la ley. Al contrario de lo que cuentan a los niños los secesionistas, no fue el  exceso de centralización y jacobinismo el que estimuló, como legítima reacción, el surgimiento de regionalismos y nacionalismos, sino al revés. Fue por falta de ambos que pudieron mantenerse residuos del Antiguo Régimen y florecer  los particularismos. Y si no, échese un vistazo a lo ocurrido durante el mismo  arco temporal en Francia.
 
En su clásico estudio “De campesinos a franceses” (Peasants into Frenchmen, 1976), Eugen Weber documenta cómo un siglo después de la Revolución, había millones de franceses que desconocían  que eran ciudadanos de una nación. Muchos de ellos no hablaban francés. Y en cuanto a civilización, parece cierto, aunque hoy  suena cruel,  lo que  Balzac puso en boca de un personaje, un parisino: “No hace falta ir a América para ver salvajes.” La industrialización, las carreteras, los trenes, el servicio militar y la escuela obligatoria convirtieron, sostiene Weber,  a aquellos campesinos en franceses. Porque es verdad que las naciones no vienen de París, pero París, es decir, el Estado,  ayuda. Y, en  nuestro caso, no ayudó. Es una vieja historia, sí, pero continúa.
 

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