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Cristina Losada

Cabeza alta, cabeza gacha

Abunda la idea de que España ha tirado por la borda un capital adquirido y viene a decirse que en la Transición nos redimimos de un pasado apestoso, pero ahora volvemos a estar en cuarentena.

Admito que nunca he entendido bien la autoestima, y menos la que desborda lo personal, lo íntimo, para extenderse a las naciones. Pero, obviamente, esa trasposición se hace. En España también, y cuando las cosas van mal, nos mortificamos. Las emociones, y la autoestima pende de ellas, son una montaña rusa. Así, un día hemos de sentirnos orgullosos de ser españoles y al otro, de avergonzarnos justo por serlo. Una noche nos acostamos siendo los cracks del universo, fuese por el "milagro económico", sea por el fútbol, y por la mañana toca humillarnos porque el gigante tenía los pies de ladrillo y nuestras taras nos mandan al pelotón de los torpes. Tal es el vaivén al que debemos someternos de hacer caso a tantas cabezas pensantes o parlantes. Y no digo que falten razones en cada uno de los capítulos: el error es hacer de ellas una cuestión de orgullo o vergüenza nacionales.

En los cuadros clínicos recientes abunda la idea de que España ha tirado por la borda un capital adquirido. Viene a decirse que en la Transición nos redimimos de un pasado apestoso y ahora, ay, volvemos a estar en cuarentena. Una última muestra hallada en la prensa es un artículo del economista Luis Garicano, que contrastaba la escasa credibilidad actual de España con el respeto que habíamos ganado y "nos permitía ir con la cabeza muy alta por el mundo". Ah, la subjetividad. Mi experiencia, como la de otros que vivieron la Transición desde las filas del antifranquismo, fue la contraria. Esperábamos mucho más, y no esperábamos ciertas cosas, y por ello nos sentimos muy decepcionados con... España. Tanto, que una, por ejemplo, decidió poner tierra de por medio, y descubrió, en sus viajes, que la imagen de España, la de la gente corriente, fuera en Filipinas, en Rusia o en Nueva Zelanda, atendía poco a contingencias políticas y económicas.

En esa disposición a convertir en asunto de orgullo o vergüenza las vicisitudes por las que pasa España, y en la tendencia a autoflagelarse, asoma la herencia bastardeada de aquel noventayochismo que veía a España como problema. En su versión de sobremesa, es el desprecio por nuestro pasado, su reducción al "atraso secular", España como anomalía, y otros lugares comunes que afloran cuando se mascan el revés y el fracaso. Yo creo que, por ser españoles, no hay que andar ni con la cabeza alta ni con la cabeza gacha. La cabeza, mejor en su sitio.

En España

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