Lo pensaba el otro día. Sí. Al hilo de un reportaje que El País le dedicó al actual presidente de Extremadura y a su principal asesor de comunicación.
En él se desglosaba la figura de José Antonio Monago y su descripción como uno de los "versos sueltos" de los populares, pero se hacía hincapié, sobre todo, en la relevancia de Iván Redondo, la persona responsable de la estrategia de comunicación seguida durante la campaña y posteriormente incorporado al Ejecutivo extremeño con rango de consejero.
Mi reflexión, más allá del asunto extremeño, es al respecto del cambio de peso en la balanza de la comunicación política. Me explico. Ya en sus orígenes, ésta consistía –desde prácticamente los albores de la civilización– en la habilidad concreta de un líder a través del buen uso de la palabra para atraer a los demás de manera convincente. Se trataba, en definitiva, de envolver una idea o un pensamiento en un packaging lo suficientemente atractivo para el otro.
Ahora, sin embargo, tengo serias dudas de que, independientemente de la evolución de las herramientas y los envoltorios, se siga manteniendo intacta la esencia de la idea en sí misma o si, por el contrario, alguien piensa algo determinado en función de lo que el asesor de comunicación le haya aconsejado pensar o, más bien, transmitir.
El cortoplacismo en la política es un hecho más que evidente. En España, por supuesto. Y no me refiero al deadline de unas elecciones. Me refiero a algo más. Se trata de adoptar una decisión pensando en sus consecuencias mucho más allá que el límite de una contienda electoral. Se trata de iniciar ambiciosos proyectos a sabiendas de que será otro u otra quien los materialice. Se trata, en definitiva, de ver más allá de tu propio ombligo y sobre todo, de pensar más allá de tus inmediatas ambiciones personales.
El político de hoy va a tener –si quiere sobresalir y ser tenido realmente en cuenta– que arriesgar mucho más que hasta el momento. Y va a tener que convencerse a sí mismo antes que a la sociedad del propósito que quiere llevar a cabo. Con lo que ya tendría algo ganado. Porque si tenemos en cuenta que los instrumentos de comunicación ya están al alcance de todos, si tenemos en cuenta que la sociedad ya no se conforma con escuchar lo que los representantes políticos pretenden aportar, ya que ésta es cada día que pasa mucho más activa, está claro que no sólo el marketing puntual cada cierto tiempo será suficiente.
Ahora, como en las sociedades anglosajonas, el marketing debe ir de la mano del proyecto de manera permanente. Pero el problema viene siendo el de siempre. Para vender bien un producto debes creer en él con firmeza y determinación. Algo básico y obvio.
No sé si alguno de ustedes ha visto Los idus de marzo. Véanla. Porque es una lección magistral de lo que significa la comunicación política en toda su dimensión. Y en un escenario de Champions League. El de una cita electoral en cualquier Estado de los Estados Unidos. O alguna serie como House of Cards o Political Animals será suficiente, no sólo para ver el lado más oscuro y descarnado de la vida política, sino para comprobar cómo ésta debe venderse, cómo pueden actuar los lobbies y el poder de éstos en un momento determinado. Pero también para ver la fuerza de una sola idea, por pequeña que sea, pero que al creer en ella –esté uno o no equivocado– se torna en el verdadero y poderoso Santo Grial.
Lo que intento decir, no sé si con mucha o poca fortuna, es que ya no es tiempo de vendedores de crecepelo. Ni fórmulas mágicas ni recetas infalibles.
Lo que hay es buen trabajo, hay perseverancia, hay rigor, hay innovación. Y si además lo empaquetas y lo distribuyes como corresponde, es posible que te lo compren. Y poco más.

