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Pablo Planas

La libertad de expresión en Cataluña

Cuarenta años después de la muerte de Franco, la libertad de expresión, la de opinión y la de prensa no están garantizadas en España.

Cuarenta años después de la muerte de Franco, la libertad de expresión, la de opinión y la de prensa no están garantizadas en España. Un ciudadano puede ser conducido ante un juez por criticar a un político, a un partido o denunciar la actuación despótica, desproporcionada y autoritaria de una administración pública. La Generalidad, por ejemplo, acaba de forzar que un juzgado de Barcelona cite a siete personas acusadas de ofender al pueblo catalán, presuntos culpables de haber vulnerado el "derecho al honor, la intimidad y la propia imagen" del "pueblo o ciudadanía de Cataluña". Que se admita a trámite una demanda basada en la intimidad de siete millones y pico de personas muestra hasta qué punto, incluido el ámbito judicial, llega la gangrena nacionalista, el delirio totalitario, y lo poco que importa atenerse a un mínimo de apariencia de legalidad. Todo vale y el poder político catalán no necesita andarse con miramientos con sus opositores, como tampoco necesita cumplir con las sentencias. Está por encima de la ley.

La implantación del nacionalismo en Cataluña se explica por la ingente tarea de adoctrinamiento y manipulación llevada a cabo en la escuela y en los medios de comunicación desde hace tres décadas. La construcción de una nación primero y ahora la de un Estado han sido el objetivo tanto de los planes de estudio como de las escaletas de los medios públicos y las portadas de los subvencionados. La combinación ha sido un éxito: cientos de miles de catalanes creen, por ejemplo, en la existencia desde tiempos remotos de una civilización catalana con agencia de espionaje, hacienda y ejércitos propios incluidos. Sin la coordinación editorial, sin la confección de un discurso único, sin la elaboración retórica de mentiras políticas y falsedades históricas, las pretensiones de Artur Mas, las efusiones de Junqueras y las actividades del consejero de Presidencia, Francesc Homs, no serían posibles. Sin el control de los medios de comunicación, tipos así no habrían alcanzado el poder y se dedicarían, por este orden, a hundir empresas, manipular estudiantes y vender preferentes.

Treinta años después de que JR, el de Dallas, hablara catalán en TV3, Homs está al frente del complejo de medios de comunicación catalanes, puesto que a los públicos se añaden los diarios digitales, de papel, las emisoras de radio y televisiones locales que el nacionalismo tiene sometidos y comprados merced a una política de subvenciones a fondo perdido con los que taponar sus pérdidas, garantizar su existencia y servir a la causa. Puede que en Madrid se tenga una impresión distorsionada del poder nacionalista y del de Rajoy en los medios de comunicación, a tenor de las últimas remociones en las grandes cabeceras. Es verdad que a Mas le falta dinero y capacidad crediticia para cambiar al director de un periódico de Madrid, pero le sobran fondos públicos y favores prestados para condicionar la línea editorial de La Vanguardia, que en 2013 recibió casi un millón de euros del departamento de Homs para su edición en catalán. Eso que se sepa, ya que dicha cantidad no incluye ni la publicidad institucional, ni los fondos de otras consejerías, ni las partidas destinadas a la radio y a la televisión de Godó (más soberanistas que TV3), ni esto ni lo del consorcio. Seguramente el viejo periódico barcelonés reciba más pasta del Estado (o más facilidades para financiarse), lo que explicaría el peso de Moncloa en la caída de José Antich y el auge del excronista monárquico Màrius Carol, pero la línea editorial no descuida en absoluto los intereses del caciquismo local. De hecho, intenta denodamente buscar coartadas que justifiquen las estupideces, excentricidades y los errores políticos de Mas, consulta ilegal incluida.

El riego de cientos de miles de euros en prensa de papel, periódicos digitales y medios audovisuales para propagar el odio a España y difundir el separatismo es una muestra de poder blando que garantiza la existencia artificial de productos infames, tanto en el fondo como en la forma, cuyas funciones son amplificar eslóganes como el manido "España nos roba", mantener ocupada a la nutrida nómina de periodistas paniaguados y sostener las ficciones separatistas. No hay alternativas en Cataluña porque no hay publicidad, ni privada ni pública interesada en que el régimen nacionalista tenga réplica y sus mentiras y corrupciones puedan ser denunciadas sobre el terreno.

La otra manera nacionalista de condicionar la actividad de los medios es una muestra de poder duro, entre lo venezolano y lo norcoreano. La aplicación del garrote corre a cargo de Homs, que dispone a los efectos del Consejo Audiovisual de Cataluña, el siniestro CAC, los servicios jurídicos de la Generalidad, los recursos públicos, a una administración de justicia en suspenso de sus actividades en Cataluña y a un prensa amordazada con la pólvora del contribuyente. Así que lo que no puede comprar, lo intenta cerrar, ya sean frecuencias de medios incómodos, ya sean bocas de periodistas libres. Y así se señala y se pretende acobardar a los críticos; así se les cita ante los juzgados en nombre del pueblo de Cataluña y así se las gasta Homs, Quico Homs, el mismo al que entrevistaron en la COPE cuando fue a Madrid a hacer amigos.

La conclusión es que la libertad de expresión en Cataluña está amenazada y su ejercicio implica dificultades impropias de un sistema democrático, que a un ciudadano le pueden llevar ante un juez por criticar a Mas en una tertulia y que se va a encontrar en la indefensión más absoluta por el delito de defender que Cataluña es España y cosas de ese estilo. Y no es probable que esta situación, la del desprecio a la leyes y a las libertades, vaya a cambiar a corto plazo. Ni Berlín, ni años treinta. En Barcelona y en 2014.

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