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Domingo Soriano

La maldita gracia del comunismo

No estaría mal que obligasen a todo aquel que se manifieste tras una bandera roja con una hoz y un martillo a leer un capítulo, sólo uno, de este libro.

No estaría mal que obligasen a todo aquel que se manifieste tras una bandera roja con una hoz y un martillo a leer un capítulo, sólo uno, de este libro.

Dice el gran Carlos Alberto Montaner, en La última batalla de la Guerra Fría, que uno de los fenómenos más curiosos del final del comunismo en Europa fue ver cómo ciudadanos que llevaban siendo machacados por la propaganda estatal durante décadas recuperaban antiguas tradiciones, volvían a las iglesias y sacaban del baúl familiar fotos de antiguos reyes.

La frenética búsqueda de las raíces prerrevolucionarias en los países que han abandonado el comunismo (como en Rusia, con el zarismo y el Imperio) revela un hecho sin precedentes en la Historia: la de un imperio que colapsa y no deja absolutamente nada como herencia. Ni unas originales ideas jurídicas, ni instituciones valiosas, ni una nueva manera de construir casas u organizar la convivencia. Nada.

En realidad, se equivoca el enorme escritor cubano. Hay algo que no tendríamos de no haber existido el Politburó, los congresos del Partido, los planes quinquenales, las innumerables normativas sobre cada aspecto de la vida o los festivales a la mayor gloria del secretario general. Sin todos ellos no habría chistes comunistas. Y muchos son tan buenos…

No nos referimos a los que podrían contar los apparatchikki (esos probablemente eran muy aburridos), sino los que los sufridos vecinos de Varsovia, Bucarest o Sofía se inventaban para hacer la vida un poco más llevadera. Ni siquiera la miseria y el miedo evitaron que en la Europa estalinista menudearan esas pequeñas bromas sobre el día a día que sus ciudadanos se veían obligados a soportar.

Algunos son muy conocidos, como ése que describe la jornada en una fábrica soviética: "Ellos hacen como que nos pagan y nosotros hacemos como que trabajamos". Otros han alcanzado fama gracias a quienes los contaron en Occidente. Es famoso el vídeo de Ronald Reagan contando el chiste de ese ciudadano de la Alemania del Este que va a encargar el coche que le corresponde tras haber alcanzado su cuota de producción:

-Lo tendrá dentro de diez años -le dice el encargado del concesionario.
-¿Por la mañana o por la tarde? -responde el tipo.
-Hombre, de aquí a diez años, qué más le da si es por la mañana o por la tarde -pregunta el sorprendido encargado.
-Es que dentro de diez años por la mañana va a venir el fontanero y no podré recogerlo.

Siempre he pensado que es una de las mejores formas de humor que nos ha dado el siglo XX. Posiblemente, sin la ironía, imaginación y amor por la vida que desprenden, no habría sido posible para millones de europeos sobrevivir a ese medio siglo de oscuridad. Pero, claro, es fácil reírse con estas historietas desde Londres, París o Washington. Al fin y al cabo, a nosotros no nos afectaron. Pero a los que sufrían estos mismos chistes probablemente la sonrisa se les transformaba en mueca en apenas unos segundos.

En El Telón de Acero, el último libro de Anne Applebaum, también hay chistes. Muchos y muy buenos. Además, hay canciones, poemas, noticias sacadas de la sección de sucesos e, incluso, historias de amor. Eso sí, el relato es mucho más propenso a generar rabia, indignación o tristeza que una sonrisa.

Los doce años que transcurrieron tras el final de la Segunda Guerra Mundial son testigos de una de las más trágicas historias que nunca conoció la humanidad. Sí, se había acabado con un régimen criminal, pero para muchos europeos esto sólo sirvió para caer en otro. El Telón de Acero estableció una frontera absurda en el Viejo Continente. Ahora pensamos que Praga es el este, aunque es más occidental que Viena. Y nos imaginamos Budapest o Varsovia como capitales en desarrollo, de un segundo mundo que sólo poco a poco alcanza niveles de prosperidad occidentales, aunque en 1935 eran tan cosmopolitas y ricas como Roma o Madrid.

A relatar cómo pudo ocurrir en tan corto espacio de tiempo se aplica Applebaum con maestría. El libro narra cómo, en unos meses, se fue haciendo con el poder un partido que en todos aquellos países era minoritario (marginal en la mayoría de los casos). Cada apartado del plan comunista es analizado: la llegada del Ejército Rojo, el control de los medios de comunicación, la instauración de la policía secreta como arma de control de adversarios y aliados, la farsa de las primeras elecciones, el acoso a la sociedad civil (especialmente a las instituciones religiosas) o el fracaso de los primeros intentos de planificación social.

Para muchos de nuestros jóvenes, que ni siquiera recuerdan que una vez Europa estuvo dividida, el relato puede parecer lejanísimo. Pero no lo es. La casualidad hizo que comenzase a leer El Telón de Acero el pasado 20 de marzo. Apenas un par de días antes de que una manifestación inundara Madrid de banderas rojas con la hoz y el martillo, camisetas con el retrato del Che Guevara y pancartas de apoyo al régimen cubano, la dictadura más duradera del hemisferio occidental. Y no hablamos de personajes marginales, que tratasen de ganar publicidad con la concentración. Los organizadores presumían de estos símbolos. Tanto, que fue Guillermo Toledo, un reconocido huésped de la tiranía de los Castro, el que leyó el manifiesto que puso punto y final al recorrido.

Claro, me dirán que eso no quiere decir que los 40.000 o 50.000 manifestantes apoyen la instauración de una dictadura comunista en España. Así lo espero. Pero no deja de ser preocupante que, apenas 25 años después de la caída del Muro, haya tanta gente dispuesta a caminar tras lo que deberían ser símbolos de opresión, muerte, pobreza y terror. Porque eso es lo que dejó a su paso el comunismo. Ésa fue su única herencia.

Por eso, pensaba al terminar el libro, ya que tenemos un Estado que cada día parece dispuesto a meterse más en nuestras vidas (eso sí, por nuestro bien, dicen), para que no fumemos, no bebamos, hagamos más ejercicio, eduquemos así o asá a nuestros hijos… pues pensaba que no estaría mal que, ya puestos, obligasen a todo aquel que se manifieste tras una bandera roja con una hoz y un martillo a leer un capítulo, sólo uno, de este libro.

Quizás entonces estarían menos orgullosos de pasear por Madrid con esa compañía. Les pasaría como a aquel vecino de Varsovia que se encontró con un amigo en los años 50: "Oye, ¿tú que opinas de nuestro nuevo Gobierno comunista?", le preguntó este amigo. "No te puedo responder aquí, podrían oírme", le respondió. Se metieron por una calle oscura. "No, tampoco aquí, también podrían oírme". Entraron en un edificio abandonado. “No, aquí tampoco, podría escucharme alguien”. Y se metieron en el sótano del edificio. Allí, aquel polaco se sinceró con su amigo: “Pues verás, no se lo digas a nadie, pero el Gobierno, la verdad es que me gusta bastante”.

No me digan que el chiste no es bueno. Pero la historia importante es la de los polacos de carne y hueso que lo contaban cuchicheando en los bares, no fuera a escucharles, de verdad, alguien que no debía oírlo. Y qué quieren que les diga, esa historia no tiene maldita la gracia.


Anne Applebaum, El Telón de Acero, Debate, Barcelona, 2014, 704 páginas.

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