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Cristina Losada

La voz del pueblo catalán y de su amo

El pueblo del nacionalismo excluyente, como el de cualquier otro populismo, es un pueblo en marcha, un pueblo movilizado.

El pueblo del nacionalismo excluyente, como el de cualquier otro populismo, es un pueblo en marcha, un pueblo movilizado.

Es significativo. Cuando Artur Mas habla del proceso independentista siempre se refiere al "pueblo catalán" y a la "voluntad del pueblo", pero nunca a los ciudadanos. Su vocabulario no incluye tampoco "los ciudadanos de Cataluña", la célebre e inteligente expresión de Tarradellas. Cualquiera que haga un repaso a sus declaraciones sobre el proceso podrá comprobarlo. La elección de tales términos no es sólo significativa: es la propia y natural del nacionalismo excluyente que, al igual que otras variantes del populismo, se infiltra en el vocabulario democrático y lo pervierte. El nombre del pueblo sirve para encubrir el radical ataque al concepto de ciudadanía en el que se asienta la nación democrática.

El pueblo del nacionalismo excluyente, como el de cualquier otro populismo, es un pueblo en marcha, un pueblo movilizado, con todo lo uniforme que evoca el término, y un pueblo que literalmente marcha por las calles. Las manifestaciones pro-independencia de los últimos años son el sustento del compromiso de convocar la consulta (otro término encubridor) sobre la independencia. Mas, así lo ha repetido muchas veces, recoge el clamor de las multitudes, que hace sinónimo de pueblo. En realidad, para Mas y su partido el pueblo catalán ya ha hablado, y únicamente se trata de que el Estado español lo reconozca de una vez por todas. La voluntad del pueblo, peroran, está por encima de las leyes.

Es posible que Mas y los suyos pensaran que la movilización, en un contexto de aguda crisis española y europea, cuando España parecía a punto de ser intervenida y el euro en un tris de romperse, bastaría para dar a su voluntad rupturista el impulso suficiente para realizarla. Porque la voluntad estaba ahí. Cuando Mas fue a ver a Rajoy con lo del pacto fiscal, sabía que era una propuesta que el Gobierno tenía que rechazar. Era pretexto. No le han hecho nunca ascos los nacionalistas al privilegio fiscal ni de ningún otro tipo, pero siempre con la vista puesta en algo mucho más potente: el poder. El poder absoluto, sin restricción alguna, sobre el territorio que consideran suyo. Tan suyo, piensan, como ese pueblo en cuyo nombre se lanzan a conquistarlo.

Aunque a plazos, va llegando la hora de la verdad. En esta hora resulta que el denominado frente soberanista está dividido y confuso. Los de Esquerra se preguntan airados si Mas le ha puesto ya fecha de caducidad al yogur. Durán Lleida da a los afiliados de Unió una libertad de voto graciosísima, porque podrán votar lo que quieran en una consulta que el propio Durán cree que no va a celebrarse. Y lo más interesante: pese a todos los llamamientos expresos o soterrados a la desobediencia, la mayoría de los catalanes está por acatar la suspensión de la consulta dictada por el TC, según una encuesta de Metrocospia publicada el domingo en El País.

Una cosa es desear que se celebre una consulta y otra apuntarse al enfrentamiento abierto. Sólo un 23 por ciento de los encuestados están por echarse al monte. Es decir, por ignorar el dictamen del TC y celebrar el referéndum. Aun a pesar de la gota malaya aplicada a la disidencia, que es tradición de décadas, el ciudadano catalán todavía no ha desaparecido subsumido en ese pueblo movilizado que, ¡oh, sorpresa!, es la voz de aquellos que quieren ser sus amos.

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