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Cristina Losada

La tercera ola contra la Transición

En busca de lo mejor, podemos acabar con lo bueno.

No hay que santificar la Transición ni sacar el botafumeiro, que el exceso de incienso en lo secular siempre es asfixiante, para reconocer virtudes al sistema político cuyos cimientos se echaron entonces, sobre todo si se lo compara con otros que experimentó España en el pasado. Que también tiene defectos es muy cierto y muy obvio, y hace un tiempo que no se habla de otra cosa. Pero lo lamentable del caso es que el descubrimiento de defectos conduzca de nuevo, ¡ay!, no tanto a la búsqueda de correcciones posibles, que serán sólo enmiendas parciales y de limitada validez temporal, como a plantear una ruidosa enmienda a la totalidad.

La loa constante a la Transición hasta lo pegajoso y el apoyo muy mayoritario de que ha gozado en la sociedad española (en el año 2000, más del 80 por ciento de los españoles se sentían orgullosos de ella) tal vez opacara el hecho de que también provocó rechazo. Pero lo hubo. Mientras sucedía, fue rechazada por dos sectores minoritarios, situados en los extremos del espectro político. Fue la primera ola de rechazo a la Transición y fue un rechazo explícito: la extrema derecha no quería la democracia y la extrema izquierda quería la revolución. Para ambas minorías, por distintas razones, la transacción era una traición.

La segunda ola de rechazo a la Transición no fue tan explícita, y por eso resultó más perniciosa. Ocurrió cuando el PSOE, con Rodríguez Zapatero, asumió parte del repudio a la Transición que permanecía vivo a su izquierda. Fue, naturalmente, el empeño por hacer un ajuste de cuentas con el pasado, que se plasmó en la política de la memoria histórica. Una de las bases de la Transición, esto es, la reconciliación, fue así cuestionada por el principal partido de la izquierda y desde el Gobierno. La Transición fue condenada por amnésica y rebajada a una suerte de enjuague para librar de sus pecados mortales (y originales) a la derecha, derecha que se vinculaba abiertamente con el PP. Regresó al discurso público, y a la primera línea, el lamento por la no ruptura hasta entonces circunscrito a los nostálgicos de un final revolucionario de la dictadura.

Tras esos dos embates, ha llegado el tercero. Suele decirse que la tercera ola en el mar es la más fuerte, y esta lo es. El descontento de la crisis se está reorientando hacia la fantasía adanista de que hay que hacer borrón y cuenta nueva, poner el contador a cero y volver a empezar. Incluso los reformistas, unos con su pasividad y otros con discursos deslegitimadores del sistema, han dado alas a los que propugnan esa salida falsa, que pasa por enterrar sin honores la Transición y su obra principal, la Constitución.

Hoy tenemos un surtido de reinventores que, en lugar de considerar la política como una actividad en la que se renueva de vez en cuando un valioso juego de herramientas para mantenerlo en buenas condiciones, por decirlo al modo de Oakeshott, ven la política como una oportunidad para tirar ese juego al vertedero de la Historia y hacerse con uno nuevecito y a estrenar: el que ellos mismos quieren diseñar(nos). Así, en busca de lo mejor, podemos acabar con lo bueno. Striving to better, oft we mar what’s well (Shakespeare, Rey Lear).

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