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Cristina Losada

¡Arrepentíos, pecadores 'austericidas'!

La obra moral termina con una pelea entre los predicadores más furibundos de distintas sectas.

La obra moral termina con una pelea entre los predicadores más furibundos de distintas sectas.

Hace tres años leí con interés y creo que con provecho el libro de Paul Krugman ¡Acabad ya con esta crisis!, que era un obra de divulgación comprensible incluso para los que somos legos en ciencia lúgubre. Me interesó, entre otras, una idea que el autor dejaba caer en el segundo capítulo, y que contextualizo, no vaya a ser. Krugman sostenía que las causas de la crisis eran relativamente triviales y que el problema era más de organización y coordinación que del motor económico, el cual seguía "tan potente como siempre". Para ilustrarlo citaba a Keynes, que en un ensayo sobre la Gran Depresión de 1929 escribió que la economía tenía "problemas con el magneto", esto es, con el sistema eléctrico de un coche.

Acto seguido el autor se preguntaba por qué ese diagnóstico resultaba tan difícil de aceptar para muchas personas. Daba dos posibles explicaciones. Una, porque parece inverosímil que unos fallos menores puedan causar una devastación enorme. Y dos, porque "hay un gran deseo de ver la economía como una obra moral en la que los malos tiempos son un castigo ineludible por los excesos previos". Esta fue la idea que me interesó, aunque la anécdota que la acompañaba fuera un poco desconsiderada. El autor y su esposa habían escuchado una conferencia del ministro de Economía alemán, Wolfgang Schäuble, y a media charla ella le había susurrado: "A la salida nos dará un látigo para que nos fustiguemos". ¡Hombre! Seguro que Schäuble no es la alegría de la huerta, pero quizá tenga algo que ver en ello que desde hace veinticinco años, cuando sufrió un intento de asesinato, está paralizado y en silla de ruedas.

Pero Krugman tenía razón. Ver la economía como una obra moral en la que las crisis son el castigo por los pecados cometidos introduce un sesgo cuasirreligioso que ofusca el análisis y compromete la búsqueda de soluciones. La visión de la gran recesión del 29 que triunfó en la época presentaba un sesgo similar. Como anota el historiador Paul Johnson en sus Tiempos modernos, la crisis fue percibida con tintes moralistas: como el castigo a la codicia previa, como la némesis que sigue a la hubris. Y, agregaba Johnson, fue una visión que pudo hacer suya el determinismo marxista, que es, decía, una forma de análisis moral, no económico.

Lo curioso del caso es que el argumento moral ha terminado por impregnar también a buena parte de aquellos que, como Krugman, dijeron que la austeridad era el remedio equivocado para la crisis. Las posiciones apasionadas que ha suscitado el problema de Grecia son un buen exponente de la deriva hacia la obra moral de muchos políticos y economistas contrarios a la política que ha venido aplicando la UE y la zona euro. Para ellos, el cataclismo de la economía griega es culpa exclusiva de los ajustes impuestos, el atroz sufrimiento del pueblo griego el ineludible efecto, posiblemente deseado, de las políticas de austeridad y todo en conjunto, el resultado infernal de la codicia de los acreedores. El último artículo del propio Krugman se titulaba "Poner fin a la sangría de Grecia". Sugería la imagen de un cuerpo exangüe, vampirizado por los acreedores, y prueba de que la austeridad no sólo era un error, sino un crimen de lesa humanidad.

En tal cuadro apocalíptico no caben muchos matices. No cabe, por ejemplo, el hecho de que la política de la UE se haya flexibilizado de unos años acá. Pero el principal inconveniente del discurso de la culpa y el castigo es que no deja margen de maniobra para la transacción. Desde esa atalaya moral, las soluciones al problema griego que se proponen requieren básicamente que los culpables (Alemania y lacayos) paguen su culpa, que reconozcan su pecado, que abjuren de las doctrinas erradas y, ya que estamos en el llanto y crujir de dientes, que reciban unos cuantos latigazos. Bien. Planteado el asunto en tales términos, no hay compromiso posible, sino sólo un antagonismo radical: una lucha que acabe con la victoria de unos y la derrota de otros. La obra moral termina con una pelea entre los predicadores más furibundos de distintas sectas.

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