La sensación que deja la lectura de la carta de Artur Mas titulada "A los españoles" es que el nacionalismo no es una ideología, sino una postura infantil. Hay quien dice, y no sin fundamento, que la gente de Mas se esconde tras la bandera y "el proceso" –si Kafka lo viera se convertiría en cucaracha– para ocultar la corrupción del 3%, pero esto sería dejar en demasiado buen lugar al secesionismo.
El catalanismo no ha producido en más de cien años ninguna renovación teórica; ni una. Ha permanecido como surgió, al estilo de los populismos que cuajaron a principios del siglo XX: el líder mesiánico que llevará a su pueblo al Estado-Edén y la torticera polarización entre un "ellos", los "españoles", malvados, ladrones, desagradecidos; y un “nosotros”, los “catalanes”, buenos, trabajadores, incomprendidos. Es más, cuando ese líder, que era Pujol, porque Mas no llega, cae en los pecados atribuidos a “ellos” –unos 500 millones de euros solo en Andorra, ¿no?– se le excusa y apoya con un "Y vosotros [los españoles] más, mucho más".
Este nacionalismo tiene, además, la virtud de todos los populismos: la responsabilidad de los errores o males los tiene el "enemigo" (otra vez "nosotros", “los españoles”, sí). De esta manera, el populista nacionalista habla siempre en nombre de su pueblo, como si éste fuera un sujeto uniforme y monolítico; una especie de comunidad orgánica que camina por la Historia en busca de su destino. La imagen bíblica y medieval es evidente. En realidad, se trata de la vieja concepción corporativa, luego fascista, de la sociedad como un cuerpo. No sorprenden, por tanto, las invenciones de la historiografía catalanista. No hablo solo de la falsa muerte de Rafael Casanova, sino de sus grandes descubrimientos: Cervantes, Colón y Teresa de Ávila eran catalanes, pero el malvado imperio español lo ocultó.
Por eso la carta de Mas y el discurso nacionalista en general están llenos de recursos emocionales vacíos de racionalidad y modernidad. Las referencias victimistas al amor no correspondido, a la justicia social y a la dignidad, al encaje histórico como pueblo, y el uso del plural mayestático –esa trampa de hablar en nombre de todos en campaña electoral- son populismo. No se trata solo de esos actos de masas, con banderas, himnos y desfiles para alimentar el sentimiento gregario, sino de lo que hay detrás: el desprecio a la libertad –la individual, no hay otra– y la necesidad infantil de sentirse parte de un grupo para tener identidad. El nacionalismo infantiliza la política, y eso es lo que debería haber dicho Felipe González en su carta con menos verdades que silencios y contradicciones.
El siglo XX está manchado por unos planteamientos nacionalistas que llevaron Europa a la muerte, que creyeron que la impostura y la fuerza servían para cumplir un imaginario destino en lo universal como pueblo o nación. Porque para el populista lo democrático no es cumplir las leyes democráticas, sino violentarlas, incumplirlas o burlarse de ellas cuando no sirven a su proyecto político particular. Cuidado con los cuentos medievales de Artur, que no es Monty Python.

