Hace unos días una cadena televisiva emitió un magnífico documental sobre lo que llamó "el exilio invisible". Tratábase de los españoles que, en vez de seguir la corriente mayoritaria hacia los países hispanoamericanos, emigraron a los Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XIX y a principios del XX y representaron allí una pequeña minoría en medio de la gran marea de emigrantes llegados de otras partes de Europa. Sin duda, lo más entrañable del documental fue la explicación de cómo los nietos, bisnietos y tataranietos se esfuerzan hoy por mantener vivos el recuerdo, la lengua y la cultura que llevaron sus ancestros al otro lado del charco, maravilloso ejemplo que tanto tendría que avergonzar a tantos millones de españoles que hoy reniegan de su patria, de sus padres y de sí mismos.
Varios entrevistados mencionaron de refilón un interesante detalle que ha detonado estas líneas, escritas con la peor de las intenciones, como es costumbre. La nieta de unos gallegos, entre otras anécdotas, explicaba que su abuela nunca dejó de insistir en que la lengua gallega estaba bien sólo para las canciones tradicionales que entonaban en familia, pero que las lenguas que había que hablar eran el español y el inglés. Y el hijo de unos asturianos recordaba que sus padres le obligaron a aprender bien el español y le prohibieron emplear giros y palabras en bable.
Esto ha sucedido en todas partes y en todas épocas con las lenguas de alcance regional, pues fueron sus propios hablantes los que se apartaron de ellas, y sobre todo apartaron a sus hijos, cuando consideraron que no les iban a servir de ayuda para encontrar trabajo y prosperar en la vida. El ejemplo más claro fue el de los irlandeses gaélicohablantes que, también en tiempos decimonónicos, optaron por abandonar su lengua materna y aprender la inglesa para poder encontrar trabajo en las ciudades de la propia Irlanda o en las industrias inglesas y norteamericanas.
Con las lenguas regionales españolas ha pasado lo mismo durante muchos siglos, y ningún poder político imperialista, colonialista, centralista ni fascista tuvo nada que ver en ello. El erudito guipuzcoano Manuel de Larramendi ya se lamentaba a principos del siglo XVIII:
Los bascongados no parece que han hecho aprecio della [la lengua bascongada]. Dentro de su país se destierran cuantos medios pudieran conducir para conservarla. Nada se lee ni se escribe ni se enseña a los niños en bascuence; no hay maestro que quiera ni sepa deletrear en su lengua.
Dos siglos más tarde, Arturo Campión lanzó duros insultos contra los paisanos suyos que sustituían gustosamente el vascuence aprendido en casa por otras lenguas más útiles para comunicarse. Y expuso varios casos para demostrar la responsabilidad de la propia población vascohablante en la pérdida de la lengua. Por ejemplo, denunció al ayuntamiento de la localidad navarra de Ituren por haber cubierto la plaza de maestro con persona que no sabía vascuence. El consistorio remitió la siguiente contestación a la prensa:
Este Ayuntamiento, Junta local y padres de familia, han recomendado siempre a los maestros que no permitan nunca que sus discípulos hablen el vascuence dentro ni fuera de la escuela, pues desengañados estamos que lo que necesitan los jóvenes es saber castellano, idioma universal de España y América, que es donde los hijos de este pueblo han de desenvolverse en el estudio de sus carreras y profesiones.
Lo mismo le pasó a Sabino Arana cuando promovió la amonestación al maestro de la localidad vizcaína de Busturia por castigar a los alumnos que hablaban vascuence. Pues el maestro respondió que obraba de ese modo "por instrucciones de los padres de los escolares". El mismo Arana testificó:
El euskera se muere. Es verdad. No lo mata el extraño. Los mismos vascos le están dando la muerte. Ha mucho tiempo que empezaron a negarle el sustento y hasta el aire.
Y en nuestros días, muchos miles de verdaderos euskaldun zaharrak pueden dar testimonio de cómo, todavía en los años 70, los mismos señoritos bilbaínos que poco después iban a presumir de nacionalistas de toda la vida se reían de ellos y los llamaban boronos.
Por lo que se refiere a Cataluña, en marzo de 1843 apareció Lo Verdader Catalá, primera revista escrita íntegramente en lengua catalana con el objetivo de revitalizar su uso. Dos meses y seis números después sus promotores tuvieron que cerrarla debido al escaso interés despertado, la insuficiencia de suscriptores y las críticas recibidas por redactarla sólo en catalán. En el último número se despidieron de sus escasos lectores lamentando que sus paisanos tuvieran "tanto desprecio por su lenguaje" y lo consideraran "inculto y grosero".
Un siglo más tarde, en 1906, Prat de la Riba lamentaría que las familias humildes consideraran "un insulto, una ofensa", que se les escribieran en catalán las cartas. Y su camarada Cambó escribiría en 1930: "Durante más de trescientos años los catalanes hicieron todo lo posible para desprenderse de su propia lengua y ligar la expresión de su pensamiento con la lengua castellana". La Veu, portavoz del partido de Prat y Cambó, ya lo había dejado claro en su edición de 17 de febrero de 1910 al admitir:
El castellano no se ha impuesto por decreto en Cataluña, sino por adopción voluntaria, lenta, de nuestro pueblo, efecto del gran prestigio adquirido por la lengua castellana.
En cuanto a Galicia, el gallego José Manuel Otero Novas, ministro de Educación de la UCD, recordó así la reacción de los representantes de la emigración gallega cuando les explicó en la embajada española en La Haya los planes gubernamentales para enseñar gallego a sus hijos:
Les conté la demanda de la Xunta que les afectaba, que significaba que sus hijos dentro de las escuelas extranjeras contarían con horas de enseñanza del gallego montadas por el Ministerio español; y les pedí opinión. Dialogaron entre sí un rato, y el portavoz –que se presentó como comunista–, tras decir que él era más gallego que el caballo de Santiago, rechazó la oferta en nombre del colectivo. Me sorprendió lo tajante de la respuesta y pasé a efectuar una segunda propuesta: la de facilitar la asignatura de gallego sólo con carácter voluntario. Volvieron a dialogar entre ellos, y nuevamente me transmitieron su opinión: aceptaban clases voluntarias de gallego con dos condiciones; primera, que no se menoscabara la enseñanza del castellano, que era la que ya veníamos dando, pero que querían mejorar y ampliar; segunda, que les diéramos asimismo clase complementaria y voluntaria de inglés.
Pero como el cráneo nacionalista es inmune al razonamiento, el argumento y el documento, de nada valen todos estos testimonios y otros mil que no caben en este artículo. Pues la intoxicación nacionalista ha convencido a millones de vascos, catalanes y gallegos de que sus abuelos lo pasaron muy mal porque Felipe V y Franco los mandaban fusilar si los pillaban hablando en lengua distinta del castellano. Y en el resto de España, esta monumental falacia conduce a otros tantos millones de desinformados a comprender y solidarizarse con los pobrecitos separatistas.