El 30 de diciembre de 1860 un joven le pegó un par de tiros a quemarropa al alcalde de la localidad alemana de Pforzheim. Tras ser detenido, el criminal, de familia honorable y sin antecedentes ni delictivos ni psicopáticos, declaró no tener nada personal contra la víctima, a la que ni siquiera conocía, pero insistió en que merecía la muerte por haber ordenado la tala de unos tilos muy queridos por los vecinos de la ciudad. ¡Nada menos que unos tilos, el árbol que en la Alemania de aquellos románticos tiempos se consideraba el de los enamorados a causa de sus hojas con forma de corazón!
Sirva esta tragicómica anécdota como ejemplo de los muchos descerebrados desalmados que, en toda época y lugar, han pretendido escudarse tras supuestos móviles altruistas para negar su culpa y transferírsela a sus víctimas. Da miedo pensar en lo poco que vale la vida humana para tantos idealistas y lo fácilmente que se atribuyen la capacidad de decidir sobre las de los demás.
En España somos expertos, lamentablemente. Un ejemplo reciente lo dio Josu Zabarte, también conocido como el Carnicero de Mondragón, al declarar en 2014, tras cumplir treinta años de cárcel por sus diecisiete asesinatos:
Yo no he asesinado a nadie, yo he ejecutado. Matar para mí es: nos enfrentamos a hostias y éste cae y muere; ahí, yo no quería ni tenía intención. Asesinar es cuando tú buscas lucro personal. Y cuando ejecutas es cuando, lejos de obtener un lucro personal, encima, vas a tener que pagar con la cárcel o con lo que sea. Por tanto, yo no he asesinado a nadie.
Algunos años antes, en 2006, Manuel Gallastegui, para justificar el asesinato de Miguel Ángel Blanco, en el que había participado su sobrina Iranzu Gallastegui, empleó las típicas excusas falsamente históricas: el régimen franquista, la invasión española, la derogación foral…
No crea que nos alegramos o que matamos porque sí o porque nos gusta matar (...) En ETA no hay gente de esa, lo hacen como un deber patriótico (…) ¿Pero ellos han pedido perdón, por ejemplo, por los cuarenta años de franquismo aquí? (...) Ni ellos han pedido perdón por habernos invadido, por habernos quitado nuestro derecho y nuestras leyes, todo (...) Entonces, ¿por qué vamos a pedir perdón? ¿Porque hemos matado a unos enemigos de nuestro pueblo?
Esta culpa de España y los españoles, eternos agresores de unos vascos que se ven obligados a asesinar en contra de su voluntad, es la gran blanqueadora de conciencias. No en vano le sirvió a Kándido Azpiazu para justificar haber asesinado al concejal de UCD Ramón Baglietto dieciocho años después de que éste le salvara la vida al arrebatarle de los brazos de su madre instantes antes de que ésta fuese atropellada por un camión. Pero, en ocasiones, hasta España, esa eternidad fascista, se queda corta como enemigo. Pues en el caso de los vascos, según la enloquecida leyenda de la soberanía originaria y la independencia perdida, hay que retrotraerse hasta el Imperio romano para encontrar los orígenes de la agresión centralista. Esto fue lo que le explicó Azpiazu al estupefacto periodista alemán que le entrevistó para El País en 2001:
Yo no soy un asesino. Yo he matado por necesidad histórica, por responsabilidad ante el pueblo vasco, que es magnífico, que tiene una magnífica cultura, que habla una de las lenguas más antiguas de Europa, que nunca fue vencido por los romanos, ni por los visigodos, ni por los árabes.
Pero el disparate histórico-ideológico que convierte el crimen a sangre fría en acto de defensa propia no suele ir solo. Para que el cóctel salga verdaderamente explosivo, hay que añadirle la deshumanización de los asesinados, que así son más fácilmente asesinables. Y eso, precisamente, es lo que los separatismos vasco y catalán han hecho con maestría durante el siglo largo que ha transcurrido desde su gestación en las delirantes meninges de Arana, Prat de la Riba y otros padres fundadores.
Sus continuadores, gracias a las impagables competencias mediáticas y educativas puestas en sus manos por el suicida Estado de las Autonomías, no han desaprovechado oportunidad, en primer lugar, de mentir hasta la extenuación para presentar una España opresora de sus naciones imaginarias. Y, en segundo, de menospreciar, degradar, calumniar e insultar de mil maneras a los españoles. El programa de Euskal Telebestia de hace algunas semanas ha sido sólo un paso más, cuya importancia palidece en comparación con el lavado de cerebros infantiles operado en las aulas con fanática constancia.
El resultado no puede ser otro que el que es, y a nadie debería sorprender la cloaca moral y política en la que se ha convertido España en las últimas décadas. Además, el colmo de la náusea es esa extraña atenuación que en España se concede a los crímenes de móvil político, como si fueran menos graves que los comunes. ¿Acaso quien asesina por avaricia, celos o venganza es más culpable que el que asesina a un desconocido porque alguien le ha señalado como enemigo de tal o cual patria o de tal o cual idea? Quitar la vida a un semejante es siempre el peor de los crímenes, sólo justificable en caso de defensa propia. Pero hasta la avaricia, los celos o la venganza entran dentro de lo humano. De lo odiosa, de lo horrorosamente humano, pero humano al fin y al cabo. Por el contrario, asesinar a sangre fría a una persona a la que ni se conoce porque algunos desalmados le han incluido en la categoría de enemigo de la causa, añade al horror un componente de fanatismo y de estupidez que aturde.
Pero en España, la pervertida y encanallada España, se piensa y se siente al revés: el criminal por motivos políticos es más digno de acercamientos, de reinserciones, de piedad, de comprensión, de ayuda, de solidaridad, de homenajes, de privilegios, que el criminal común.
Cuando los únicos dignos de piedad, de comprensión, de ayuda, de solidaridad, de homenajes y de privilegios tendrían que ser las víctimas y sus familiares.
Cualquier otra opción es una infamia.