Tiene mucha razón un político tan sensato y experimentado como Jaime Mayor Oreja. Su tesis es que no se entiende bien cada nacionalismopor separado, fundamentalmente el vasco y el catalán. El fantasma que inquieta a España no es la acción de los distintos nacionalismos, cada uno con su caprichosa plástica. Tal es la fuerza de esa conjunción que, como me señala un corresponsal, Antonio del Solar, el PSOE plantea una reforma de la Constitución obsesionado por contentar a las fuerzas nacionalistas. Algo así sucedió ya en 1978 con el orto del vigente texto constitucional. La explicación de tal irracionalidad está en que el socialismo en España no ha logrado formar un verdadero partido nacional. En su lugar se alza una especie de federación de partidos socialistas encabezados por los barones regionales, cada uno con su musiquilla. De ahí la extraña querencia de los socialistas españoles por un Estado federal, es decir, más o menos lo que tenemos, pero todavía más confuso. También cuenta el hecho histórico de que el socialismo español en su origen se organizó como la federación española del socialismo internacional. De ahí viene la E del PSOE. Que conste que el PP o Ciudadanos tampoco son partidos verdaderamente nacionales.
Todavía es más curiosa la posición de Podemos, cuyo objetivo es directamente la desmembración de España en aras de no sé qué utópico reinado de la igualdad revolucionaria. Su propósito es el de congraciarse con los independentismos. Es así como, en conjunto, los nacionalismos, antaño tan burgueses, se han hecho aliados de las izquierdas.
Hay algún dato para verificar la hipótesis de la confluencia de los nacionalismos en España, o en lo queda de ella. Por ejemplo, la bandera. En contra de la creencia generalizada de que los fascistas tienden a ensalzar la bandera nacional, la Historia nos dice que han intentado suplantarla por la enseña del partido. Es el caso eminente de la Alemania nazi, donde los símbolos del partido se impusieron como los de la nación. Algo así hizo el Partido Nacionalista Vasco con la bandera del partido que diseñara su fundador Sabino Arana, y que ahora es la legal del País Vasco. De nuevo se repite la escena con la querencia de los independentistas catalanes por convertir la estelada en la bandera de Cataluña.
En los nacionalismos todos hay una hipertrofia de los símbolos por una razón: son movimientos basados en el sentimiento y el resentimiento. Lo malo de una disposición así es que necesita un enemigo para desahogarse. A lo cual se añade el contraste utópico de un Estado independiente.
A ver si no es un ejemplo de la fuerza de los símbolos la última estampa del Gobierno catalán, reunido en una sala donde llena toda la pared un ininteligible mural de Tàpies. Suscribo la hipótesis de Albert Boadella: la enfermiza irracionalidad de los independentistas catalanes se deriva de las muchas horas que han pasado reunidos bajo la presencia del fresco de Tàpies. Espero que alguna vez se supere tan aciago influjo con otra plástica menos inquietante y acorde con el famoso seny de los catalanes. Las clases dirigentes (es un decir) de Cataluña durante los últimos decenios han sido las más contrarias al sentido común, la sensatez o mesura, que uno pueda imaginar.
Alguna vez entenderán los republicanos catalanes que la actual decadencia de Cataluña en muchos terrenos es algo que preocupa a media España. Al final salimos perdiendo todos.