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Jesús Laínz

El PSOE, Borrell y la nación

Con su concesión 'nacional', quizá pretendiese Borrell templar gaitas con los nacionalistas para ir preparando el terreno hacia un nuevo consenso.

Con su concesión 'nacional', quizá pretendiese Borrell templar gaitas con los nacionalistas para ir preparando el terreno hacia un nuevo consenso.

El socialismo español ha vuelto a demostrar su grave inconsistencia doctrinal sobre el problema más importante al que se enfrenta España desde la creación del Estado de las Autonomías: su propia existencia como nación.

En esta ocasión ha sido el ministro de Asuntos Exteriores, Josep Borrell, el que ha defraudado a muchos que veían en él una garantía frente a la sinrazón separatista de su tierra natal. A un periodista de la BBC le declaró que Cataluña no es una región, sino una nación. Ante la polvareda levantada, y aunque la confusión ha quedado sembrada para siempre entre el público británico, no tardó en matizar desde los pasillos del Congreso que no compartía

la estructura mental del nacionalismo catalán, que dice que ser nación equivale a tener que tener un Estado. En el mundo hay muchas naciones que no tienen Estado. Se puede reconocer que desde el punto de vista cultural y sociológico la mayoría de los catalanes creen que tienen una consideración, una diferenciación, una identificación propia, sin que eso implique de ninguna de las maneras apuntarse al independentismo. No veo ninguna relación.

Con estas palabras Josep Borrell, representante de esa minoritaria fracción del socialismo catalán todavía no enteramente contagiada por las neurosis nacionalistas, dio la razón a los separatistas al aceptar la condición de nación para Cataluña. Hecha esta concesión, y por mucho que el ministro pretendiese matizarla posteriormente, ¿cómo oponerse después a la subsiguiente aspiración a constituir un Estado independiente?

Efectivamente, como bien dijo Borrell, "en el mundo hay muchas naciones que no tienen Estado". Pero lo más importante no es ese desfase, sino lo escurridizo de la definición. Hay mil maneras de concebir una nación, siempre dependiente de algún hecho cultural que distinga a un grupo humano de sus vecinos. Sobre todo la lengua, como es el caso de Cataluña. Pero hasta ese factor nacionalizador se sostiene difícilmente si consideramos que las lenguas catalana y castellana han coexistido en Cataluña desde bastantes siglos antes de Franco y que, muy lejos de encajar en el axioma "una llengua, una nació", Cataluña es trilingüe. Y nos olvidaremos de que, si atendiésemos a peculiaridades lingüísticas, tendrían que surgir del suelo europeo cientos de naciones. Y miles en todo el planeta.

Junto a la lengua se encuentran otras peculiaridades culturales que también podrían alegarse como excusas nacionalizadoras: arte, folclore, costumbres, religión… Pero, curiosamente, nadie ha explicado nunca la bobada, inatacable en nuestro paleto Estado de las Autonomías, que establece que de la existencia de un hecho cultural han de derivarse obligatoriamente consecuencias políticas.

Borrell señaló también que esa creencia de ser una nación es compartida por la mayoría de los catalanes. Pero eso no demuestra nada, ya que el hecho de que la mitad más uno sostenga una opinión no la convierte en verdadera. ¿Hace falta mencionar ejemplos históricos, políticos, ideológicos, religiosos o científicos para ilustrar esta evidencia?

Hay que tener mucho cuidado cuando intervienen los verbos creer y sentir, esos verbos que, inexplicablemente, se consideran inmunes a la discusión, como si la creencia y el sentimiento garantizaran la sensatez de lo creído y lo sentido. Pero las creencias y los sentimientos son, precisamente, las principales fuentes de error, fanatismo y locura tanto en el ámbito individual como en el colectivo.

Además, esa creencia, ese sentimiento, mayoritario o no, de ser nación fue cosa completamente ajena a incontables generaciones de catalanes hasta que llegaron los catalanistas a finales del siglo XIX para comenzar su operación de lavado masivo de cerebro con "exageraciones e injusticias", según confesó Cambó. Más explícito fue su camarada Prat de la Riba sobre la propaganda en la que

pusimos toda la nueva doctrina, omitiendo la terminología y sustituyéndola por la entonces más generalizada: bajo los nombres viejos hicimos pasar la mercancía nueva, y pasó (...) Evitábamos todavía usar abiertamente la nomenclatura propia, pero íbamos destruyendo las preocupaciones, los prejuicios y, con calculado oportunismo, insinuábamos, en sueltos y artículos, las nuevas doctrinas, barajando con intención región, nacionalidad y patria para acostumbrar, poco a poco, a los lectores.

¿No es la nación algo más serio, enraizado y limpio que el lodazal de manipulaciones en que consiste la inventada por los catalanistas?

Por otro lado, ¿a qué se debe el fenómeno paranormal de que el sentimiento nacional catalán aumente en porcentaje según se desciende en la pirámide de edad, charnegos incluidos? ¿A un Franco fallecido mucho antes de que nacieran esos jóvenes separatistas? ¿Al cambio climático? ¿A algo disuelto en el Cola-Cao? ¿Va a dar el ministro Borrell por buenos los aberrantes frutos sociológicos del régimen totalitario que sufren los catalanes, desde el adoctrinamiento infantil hasta la monopolización partidista de los medios de comunicación?

Probablemente no quepa dudar de su buena fe cuando intentó aclarar que el reconocimiento de Cataluña como nación desde un punto de vista cultural o sociológico no implica inferir el derecho a la secesión. Pero quizá esa buena fe le impida darse cuenta de que ningún catalanista comparte su pirueta terminológica, puesto que no hay un solo nacionalista en el mundo, y mucho menos aún en la desquiciada Cataluña, cuyo objetivo no sea la creación de un Estado para su nación, sin que a nadie le importe un comino que ésta haya sido definida como política, lingüística, cultural, sociológica o cualquier adjetivo que se quiera inventar para no llamar la realidad por su nombre.

Finalmente, con su concesión nacional, quizá pretendiese Borrell templar gaitas con los nacionalistas para ir preparando el terreno hacia un nuevo consenso que ellos rechazan todos los días. Como demuestran sin cesar, su único motor es el odio, su único ideario la mentira y su único objetivo la secesión. Y si al ministro de Puebla de Segur le sigue cabiendo alguna duda, que eche un vistazo al río que pasa por su pueblo, en cuyo fondo reposa la placa del Passeig Josep Borrell Fontenelles.

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