
La flor y nata del poder económico catalán, representada una vez más por el Cercle d’Economia, vuelve a la carga para proponer una solución al problema de Cataluña que no arañe siquiera las enormes ventajas que esta región tiene al formar parte de España, y de las que son principales beneficiarias las empresas que sostienen esa institución. Esta semana, el presidente del Cercle, Juan José Brugera, acompañado de su predecesor, Antón Costas, han presentado en Madrid la que consideran como mejor solución para deshacer el embrollo catalán: "un nuevo Estatut como norma suprema del autogobierno interno de Cataluña". O sea, una especie de constitución catalana –pero con otro nombre, para que no se note demasiado– que regularía "todas las cuestiones internas exclusivas de la comunidad, como la lengua, la educación o el funcionamiento interno del autogobierno en todos los ámbitos que le son exclusivos de ordenación territorial, administración pública o financiación". Anote el lector la atribución de exclusividad que Brugera y Costas hacen a la región con objeto de expulsar definitivamente al Estado de esos terrenos, pues con ese planteamiento ya no podrá haber una ley de educación para toda España, no podrá invocarse en Cataluña el deber de aprender la lengua española, los presupuestos del Estado no podrán imponer límites a la retribución de los funcionarios catalanes y el Congreso no tendrá nada que decir en materia de financiación a la Generalidad.
La premisa de la que parten ese extremeño, Brugera, y ese gallego, Costas, metidos a catalanes, es que lo de Cataluña no tiene solución en el actual marco constitucional y estatutario, pues los independentistas están siempre llamados a ganar las elecciones por la mínima, mientras que una mitad de la población se seguirá oponiendo a la secesión. Por eso, dicen que "hay un empate". Y como creen que, para desempatar, a alguien hay que darle la razón, optan por concedérsela a los separatistas –seguramente porque sus sentimientos están a flor de piel y los de los otros, los charnegos que llegaron allí con una maleta de cartón para ejercer de obreros y empleadillos, al parecer, no importan–, pues su Estatut sería "equivalente al reconocimiento nacional".
Pero la filosofía de esta propuesta es sofisticada, porque de lo que se trata es de establecer una independencia nacional sin ninguno de sus inconvenientes. O sea, sin que Cataluña sea arrojada al estercolero de su desvinculación de la Unión Europea y sin que, de paso, las empresas del Cercle se vean en la tesitura de optar entre la quiebra o el abandono de la región, porque saben perfectamente que la secesión de Puigdemont, Torra, Junqueras, los Jordis y compañía llevará a una intensa crisis de la producción y el empleo. Por cierto, que unas cuantas de ellas ya han trasladado su sede fuera de la región, incluso a sitios en lo que no se habla catalán, porque hay que preservar el negocio y el referéndum del 1-O y la ulterior declaración de independencia les pilló con el paso cambiado.
La manera de hacer a Cataluña independiente sin salir de la Unión Europea no es otra que convertir a España en una confederación de Estados cuya principal funcionalidad sea, precisamente, la de sostener el vínculo europeo. Los del Cercle no son en esto nada originales, pues la idea confederal la llevan mascullando desde hace muchos años los independentistas flamencos y, en España, los nacionalistas vascos del PNV –estos últimos tras el fracaso que supuso el Plan Ibarretxe–. Pero sí se adivina en ellos una cierta idea de exclusividad, pues según parece pretenden que esa confederación tenga sólo dos socios: Cataluña y el resto de España. Eso es lo que se desprende de su enigmática propuesta de reforma constitucional, según la cual se daría cabida al Estatut, norma suprema para Cataluña, mientras que las demás comunidades autónomas se mantendrían con su actual estatus de subordinación a la Constitución.
Lo que tal vez se les escapa a los proponentes de esta nueva España confederal es que los españoles actuales somos poco proclives a aceptar privilegios para otros a nuestra costa. Y se les escapa también que, en la historia política de las naciones, no ha habido nunca confederaciones estables, de manera que las que no se han roto han derivado siempre hacia un sistema federal, en el que todas las unidades territoriales son iguales. Y para llegar a eso, es evidente que no merece la pena adentrarse en un camino que, en el mejor de los casos, resultará incierto y, en el peor, agónico. Por tanto, más valdría que los socios del Cercle abandonaran su cobardía y dejaran claro a los nacionalistas –y de paso a todos sus conciudadanos– que el de la independencia es un pésimo negocio.