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Luis Herrero

Abascal en dragolandia

Los sucesivos desengaños no arruinan la esperanza de Sánchez Dragó de encontrar al caballero de la tabla redonda. Ahora cree haberlo visto en Abascal.

Los sucesivos desengaños no arruinan la esperanza de Sánchez Dragó de encontrar al caballero de la tabla redonda. Ahora cree haberlo visto en Abascal.
Santiago Abascal y Fernando Sánchez Dragó. | Archivo

Fernando Sánchez Dragó me cayó bien al primer vistazo. Nos conocimos a principios de los 90. Era un tipo inusual que siempre decía lo que le daba la gana sin que parecieran preocuparle las consecuencias. Antonio Herrero lo fichó para su programa de la Cope y cuando coincidíamos en el estudio lo pasábamos estupendamente. Yo crecí en el vientre de la derecha franquista, más o menos convencido de que los tipos como él, forjados en la fragua del partido comunista, tenían secretas protuberancias en la frente y olían a azufre. En el lance de la Transición me caí del caballo. Descubrí que muchos de ellos anhelaban la libertad tanto como yo. Y con más derecho. Después de todo habían luchado por conseguirla, aunque sin mucho éxito, jugándose el pellejo. Yo, no.

Cuando adquirí conciencia de ese hecho, tan contradictorio con la lógica que impregnaba mi pensamiento juvenil —izquierda significa totalitarismo y el totalitarismo es incompatible con la libertad—, mi pequeño y rudimentario mundo intelectual se puso patas arriba. Resulta que, según su experiencia, las cosas eran al revés. El totalitarismo liberticida que les había perseguido y encarcelado era el franquismo en el que yo había vivido a cuerpo de rey. Inconscientemente invertí mi visión de las cualidades ideológicas que movían el mundo. Los malos pasaron a ser menos malos, y los buenos mitigaron su bondad. Ahí nació —creo yo— esa propensión al centrismo pastelero que tanto me echa en cara Federico Jiménez Losantos. Él recorrió el camino inverso al mío. Por eso desprecia a la izquierda que yo respeto y en cambio simpatiza con la derecha que yo critico. Él conoce el mundo del que procede. Yo conozco el mundo donde crecí.

Sánchez Dragó fue una de las personas que contribuyeron, finalmente, a ratificar la pertinencia de mi nueva percepción del bien y del mal. Ni tenía protuberancias en la frente ni olía a azufre. Andaba por la vida sin complejos, se ponía el mundo por montera y, desde luego, seguía dispuesto a luchar por las mismas cosas que le llevaron a la cárcel en los años duros. Convencido de que la izquierda ya no era el lugar adecuado para esa tarea, buscó nuevos estandartes. Levantó el pendón de José María Aznar cuando agonizaba el felipismo y ahora hace lo propio con el de Santiago Abascal cuando agoniza el Régimen del 78.

Creo que el motivo que le llevó a escoltar al PP hace veinte años es el mismo que ahora le acerca a Vox: la nostalgia de su eterna revolución pendiente —1957, 1968, 1975, 1996, 2019– contra la dictadura de lo establecido. No importa los años de vida que cargue a la espalda. Mientras tenga fuerzas para empuñar la pluma —y la palabra— al servicio de aventuras que merezcan la pena —y las de combatir el sanchismo disfrazado de Frankenstein o la tiranía de lo políticamente correcto lo son— cualquier llamamiento a la rebelión cívica le encontrará dispuesto a movilizarse. Los sucesivos desengaños no han arruinado su esperanza de encontrar algún día al caballero de la tabla redonda que sea capaz de ocupar el asiento peligroso. Ahora cree haberlo visto en Santiago Abascal y se ha apresurado a escribir un libro de 300 páginas, la España vertebrada, con el que darle a conocer al universo mundo.

Aunque le prometí que no lo leería —él sabe por qué—, confieso que le he echado un vistazo en diagonal. Y lo que he visto, honradamente, es que hay en él más de Dragó que de Abascal. No porque en la entrevista las preguntas sean más largas que las respuestas —que no lo son—, sino porque la conversación discurre por donde quiere el entrevistador y muchas de las consideraciones del entrevistado vienen inducidas por la astucia sibilina del viejo cuentista, en el mejor sentido de la palabra.

En las cuestiones de fondo que vertebran el libro —unidad nacional, libertad de conciencia y derecho a la vida— no hay nada nuevo que no hayan dicho muchos otros antes que Abascal. Ninguna aportación novedosa sirve para enriquecer el debate en el que llevamos enfrascados tanto tiempo. La única novedad apreciable, y no precisamente de carácter ideológico, es la temperamental. La gran promesa que late en el fondo de su discurso es que no se arredrará, como han hecho otros, y que cumplirá sus compromisos caiga quien caiga. Las convicciones, para él, son más importantes que los diplomas. Y se nota. La pobreza intelectual del mundo que le cabe en la cabeza hace que muchas de sus ideas parezcan simples ocurrencias alumbradas alrededor de un té con pastas. Tampoco parece que haya demasiada gente cerca de él capaz de mitigar ese déficit de hondura.

El Vox que asoma al libro es algo parecido a un coche escoba de españoles cabreados que no se resignan a vivir aplastados por la tiranía de las modas y las consignas de la izquierda sin plantar batalla. Abascal no ofrece un modelo de convivencia, sino un plan de resistencia, una idea de valor. Pero no esa clase de valor que inspiró la conducta de Atticus Finch en la novela de Harper Lee. El suyo recuerda más al de Harry el Sucio.

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