–Vamos desnudándonos.
–¿Usted también, doctora? ¡Qué bien!
La joven y guapa profesional invirtió cuatro o cinco pulsaciones en reaccionar.
–Bueno…, me refiero a usted, claro.
–¡Vaya por Dios! Como se había referido a "nosotros", me había hecho ilusiones…
El ruboroso silencio de la doctora indicó que era momento de pasar página. Para ser sinceros, ya venía fogueado, pues un par de semanas antes otra profesional de la medicina, más joven y guapa todavía, había caldeado el ambiente con otra peligrosa primera persona del plural:
–Nos desnudamos y nos subimos a la báscula.
–¡Estupendo! Nada peor que la rutina.
Aunque los prolegómenos variaron en detalles, el desarrollo fue prácticamente idéntico al anterior, lo que demuestra que, como muy acertadamente señalara Oscar Wilde, la realidad imita al arte. En el caso concreto que nos ocupa, a aquel famoso chiste:
–Vaya desnudándose, señorita.
–¿Dónde pongo la ropa, doctor?
–Allí, junto a la mía.
Pero regresemos a la realidad, pues esta curiosa moda de la primera persona del plural no es vieja. Al menos en mi norteña tierra no la había detectado hasta hace, quizá, cinco o seis años. Probablemente comenzara por la hostelería:
–¿Ya nos hemos decidido?
–Nosotros sí. ¿Y usted?
–Eh, uh, ah… ¿Yo? ¿Cómo dices?
–Que si se ha decidido usted, porque nosotros ya hemos decidido lo que tomaremos.
–Pero yo no tengo nada que decidir. Es cosa vuestra, naturalmente.
–Ya, pero es que, como usted usó la primera persona del plural, por un momento nos temimos que se disponía usted a decidir por nosotros.
Lo que está claro es que esa traicionera primera persona del plural, que tantos equívocos puede provocar, está siendo usada por los jóvenes logsizados para no tratar a sus interlocutores de usted, término insoportablemente fascista.
–Hola, mira, esta visita personalizada es para ofrecerte…
–Me pilla usted friendo patatas, señorita.
–Seré breve. Como te decía, has sido escogido entre nuestros clientes vips para recibir una oferta muy interesante que…
–Señorita…
–Bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla…
–Señorita, por favor…
–Bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla…
–¡Señorita, escúúúúúúúcheeeeemeeeeeeeeeeee!
–¿Bla?
–No tengo ningún interés, gracias.
–¿Y cómo sabes que no te interesa si no me has dado tiempo para explicártelo?
–Porque estoy seguro de que no podrá interesarme nada de lo que pueda ofrecerme una empresa que ni siquiera ha sido capaz de enseñar a sus comerciales que a las personas desconocidas se las trata de usted.
¡Si hasta en Radio Clásica, antaño refugio de la buena música, la buena sintaxis y los buenos modales, se está imponiendo el tuteo a marchas forzadas! Por no hablar del "por favor" y el "gracias", sumisiones inaceptables en nuestro luminoso reinado de la diosa Igualdad. Pero estas modas no van solas. Ahora también está pegando fuerte el "chicos":
–¿Qué tal, chicos? ¿Todo de vuestro gusto, chicos?
–Muy bien, gracias. ¿Podría traernos otra botella de vino, por favor?
–Ahora mismo, chicos.
Uno de mis septuagenarios acompañantes no pudo aguantarlo más:
–Un momento, joven. ¿No se ha dado usted cuenta de que llevamos una hora tratándole de usted mientras que usted no hace más que tutearnos como si nos conociera de toda la vida? ¿Y tampoco se ha dado cuenta de que no hace más que llamar chicos a quienes tenemos por lo menos cuarenta años más que usted?
El joven camarero no supo articular palabra. Probablemente sus neuronas no alcanzaran a procesar lo que estaba sucediendo. Así que un servidor acudió presto al rescate, temeroso de encontrar sorpresas disueltas en la sopa:
–No se preocupe, hágame caso –medié con la mejor de mis sonrisas–. Nos tomaremos el "chicos" como un piropo.
También está el "caballero", horterísima moda probablemente ya irremediable que, tras su engañosa apariencia de cortesía, esconde una escapatoria para no decir "señor", reaccionaria palabra que habrá que suponer degradante para el que la emite, como si al reconocer en el otro a un señor uno quedara automáticamente relegado a la categoría de siervo.
La plebeyización de los españoles avanza imparable. Esto de los plurales, los tuteos, los "chicos" y los "caballeros" no son más que pequeños detalles, leves y casi insignificantes. Porque la descortesía, la chabacanería y la egolatría son la norma en esta España rebosante de progresismo. Por no hablar de la agresividad: no se le ocurra a usted, por suave y educadamente que lo haga, llamar la atención a nadie por un comportamiento incívico. Lo que en cualquier país civilizado provocaría un sonrojo, un "disculpe" o un "lo siento", en nuestra canallesca España se convierte en carcajada, insulto o amenaza. Aquí, toda norma y toda autoridad son intrínsecamente perversas.
Y del griterío, mejor ni hablar. A algunos reaccionarios convictos y confesos, así como a la mayoría de los extranjeros, nos atormenta el tono de voz de la mayoría de los españoles. Y nos pasma que no haya manera de mantener una conversación apacible en un restaurante, tales son las carcajadas y las voces que se lanzan los españoles unos a otros, separados por centímetros, para darse el más leve recado.
El equivalente del grito, sentados al volante, es el bocinazo. El bocinazo español no es un breve recurso para evitar un percance, sino una agresión larga, intensa, violenta. Una lenta y profunda puñalada. Mientras que en otros países de Europa usar la bocina es de pésima educación, en España es atributo de virilidad. El bocinazo español es una de esas cosas que le hacen a uno comprender los horrores del 36.
En cuanto a los telefonitos del demonio y su desconsiderado uso en calles, restaurantes, autobuses y trenes, será mejor pasarlo por alto para no perder la compostura.
Si en las familias y en las escuelas se enseñase a los españolitos desde muy pequeños a no molestar a los demás chillando cual mandriles en celo, nuestra nación ganaría muchos enteros. Tantos, que muchos europeos empezarían a tomarnos en serio.