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Juan Manuel López-Zafra

Democracia, China y las Big Tech

Es una increíble carambola que China jamás hubiese imaginado, y que supone el final de la democracia tal y como la conocemos.

Es una increíble carambola que China jamás hubiese imaginado, y que supone el final de la democracia tal y como la conocemos.
Xi Jinping. | EFE

¿Se han convertido las grandes empresas tecnológicas, las big tech, en una amenaza para las democracias liberales? ¿El supuesto contrapoder que supuso su aparición, hace unos años, se está convirtiendo en un estado en la sombra, confluyendo en ellas los poderes ejecutivo, legislativo y judicial y conformando, en la práctica, un estado alternativo en un mundo globalizado?

En Alquimia, el libro que escribí con Ricardo A. Queralt hace año y medio, explico la forma en la que las empresas están transformando los datos en oro. La diferencia con los antiguos alquimistas es que, hoy, los científicos de datos y las corporaciones para las que trabajan sí han dado con la piedra filosofal, mediante técnicas que combinan la computación intensiva con el aprendizaje automático, el famoso machine learning, para avanzar hasta la inteligencia artificial. Seguro que han recibido Uds. ese whatsapp que cuenta la historia de alguien llamando por pizza… y que acaba tirando el teléfono porque el vendedor le comenta lo mal que tiene el colesterol. La cada vez mayor interconexión de nuestros dispositivos electrónicos (por supuesto, el móvil o la tablet, pero también nuestros relojes, las pulseras de actividad que empleamos al hacer deporte, los electrodomésticos, las calderas y los sistemas de calefacción, y, cómo no, los ayudantes de voz como Alexa o Google Home) alimentan, gratuitamente, centenares de algoritmos avanzados que aprenden de nuestra actividad diaria. Los datos son oro, y así lo han entendido los pioneros.

Hay dos cosas que el régimen chino, por su parte, entendió perfectamente tras las revueltas de Tiananmen de 1989. La primera, que sólo sobreviviría internamente si el pueblo comía y los precios se mantenían estables. “Enriquecerse es glorioso”, proclamó Deng Xiaoping en 1992, cerrando más de cuarenta años de maoísmo, muerte y miseria, las tres emes que definían a China hasta entonces. La segunda, que debía abrirse al mundo para evitar los vientos externos del cambio. Su entrada en la Organización Mundial de Comercio, acabando 2001, corroboró esta posición. Una vez el capital occidental hubo entrado, la renta per cápita se disparó desde los 320$ de 1989 hasta los 1.000 de 2001 y los casi 10.000 de hoy, pese a un incremento de población notable, desde los 1.100 millones a los 1.400 millones actuales. Pero no fue hasta 2013 cuando China dio su gran salto adelante. Muerto y enterrado en lo económico, el espíritu ideológico de Mao sigue presente en el Comité Central. “La política es guerra sin derramamiento de sangre, mientras que la guerra es política con derramamiento de sangre” parecería la frase elegida por Xi Jinping, el hombre que controla el país como presidente de la república, al ejército como presidente de la Comisión Militar Central y al partido como secretario general del Comité Central. Él mejor que nadie sabe bien que, hoy, no cabe una estrategia global de dominio económico sin dominio tecnológico. Convenció al partido para llevar adelante el más ambicioso plan de ayuda económica que jamás se haya llevado a cabo en el mundo, dejando al Plan Marshall de reconstrucción europea en un juego de mesa. La estrategia OBOR en 2013 y la creación de la Nueva Ruta de la Seda dan cuenta de ello. Desde entonces, la inversión global tanto directa como a través de sus empresas superaría el billón de euros, con más de 1.700 proyectos de infraestructuras en los más de 65 países afectados, en un programa que afecta al 60% de la población mundial en todos los continentes. Cuatro años más tarde, en la apertura del Foro Belt and Road para la Cooperación Internacional, declaraba sin ambages:

Deberíamos avanzar en el desarrollo del big data, la computación en la nube y las ciudades inteligentes para convertirlas en un camino de seda digital del siglo XXI.

Hoy, China tiene abiertos 45 grados en big data en otras tantas universidades. El presupuesto en I+D, que en 2011 era la mitad que el norteamericano, se ha equiparado a él en casi 500.000 millones de dólares. Sus empresas sobresalen en todas las áreas tecnológicas; Huawei es el líder mundial en 5G, el próximo hito en telecomunicaciones; el satélite Micius inauguraba en 2017 la era de la comunicación cuántica, mientras que los EEUU no comenzaron hasta un año después las pruebas para desarrollar su Laboratorio Cuántico Espacial Nacional, y la alianza europea surgida del proyecto Quantum Flagship está aún dando sus primeros pasos. Alibaba se ocupa de proveer a Occidente de todo tipo de bienes de consumo, en una estrategia de análisis de datos a la altura de la de Amazon. Mientras tanto, los 22 millones de uigures son controlados de forma sistemática gracias a la tecnología de CloudWalk, Xiaomi, Alibaba y Huawei, que encuentran allí entrenamiento barato. El sistema de crédito social, en vigor desde este año, asigna o detrae puntos a los buenos ciudadanos, permitiéndoles o denegándoles el acceso al crédito, a las universidades o a los trenes. Los sistemas de videovigilancia permiten castigar a quienes no llevan máscara, y un pasaporte interior señala a los ciudadanos dónde deben vivir, dónde trabajar y dónde no pueden estar. La analogía con el Gran Hermano orwelliano es demasiado obvia, pero no por ello falsa. Nada se mueve sin el control y el consentimiento del partido. Incluso ese redactor de frases de las galletas de la fortuna que es Jack Ma, al que tanto han adulado en Davos, lleva meses desparecido, quizá por el riesgo que suponía para Xiping la acumulación de fama y dinero en un camarada de partido.

China nos muestra el camino. Por primera vez, debemos girar la cabeza hacia la derecha para saber cómo va a ser nuestro futuro. Se observa viendo a una parte de la sociedad norteamericana, empeñada a partes iguales en pedir perdón por lo que no hizo como en la autodestrucción. Las Big Tech allanan ese camino. Su actitud es la Piedra Rosetta que permite descifrar lo que estamos viviendo estos días y anticipar, sin necesidad de recurrir a las centurias de Nostradamus, lo que vendrá después. Facebook y Twitter, con 3.000 millones de usuarios, controlan el 90% de las comunicaciones personales de occidente; cada minuto de cada hora de cada día se ven 4,7 millones de vídeos en YouTube, por donde circulan tres de cada cuatro vídeos. Al expulsar al presidente Trump de sus plataformas, ahogan la palabra, polémica sin duda, de quien más se ha enfrentado a ellos. Y cuando Apple y Google, con el 99,5% de todos los sistemas operativos de teléfonos móviles del mundo, excluyen de sus stores a Parler, ese minúsculo David que jamás pudo acercarse a Goliat, y Amazon Web Services, con el 40% del mercado, le bloquea el acceso a sus servidores en la nube, por el que pagaba 300.000$ mensuales, una coalición inimaginable hace sólo unos años toma forma. Quienes se conformaban como alternativa real al poder creciente de los Estados deciden hoy qué puede decirse, cómo puede decirse y quién puede decirlo, apoyándose en unas normas de un club que son tan flexibles con unos (las amenazas del presidente del Málaga a Macron o las de Jamenei contra Israel no las violarían) como rígidas con otros.

Si algo define la democracia es la separación de poderes. Y lo que define la autocracia es su concentración. No hablamos de conspiraciones, de supuestos clubs bilderbergs donde se juega el futuro mientras sus miembros deciden quiénes recibirán la próxima cabeza de caballo en la almohada. Hablamos, simple y llanamente, de coalición de intereses, de colusión y de abuso de posición dominante, en una increíble carambola que China jamás hubiese imaginado, y que supone el final de la democracia tal y como la conocemos.


Juan Manuel López Zafra, director del Máster de Data Science para Finanzas del Cunef.

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