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Luis Herrero Goldáraz

Guerra de bolas

Quién sabe lo que pasará el 4 de mayo. A día de hoy, lo único seguro es que iremos a votar como hemos vivido este último año.

A mediados de semana amaneció Madrid con ese sol tan suyo. El que despierta tímido, de madrugada, haciendo parecer la boina de mugre que recubre la ciudad un dulce campo de rocío, pero después va desatando su arrogancia a cada hora y llenando de calor el mediodía. Un sol insolente, chulesco y burlón, al que Camba tal vez hubiera devuelto la sonrisa en alguna columna escrita para avergonzar a ese otro sol de los ingleses, demasiado pusilánime como para aguantarle la mirada. Amaneció Madrid así, hemos dicho, como tantas otras veces la hemos visto, mientras en sus foros se comentaba irremediablemente esa jornada de mayo que condenará a la capital a travestirse con su disfraz carnavalesco durante las próximas semanas. O, para ser más exactos, a convertirse en un remedo de sí misma. Otra ciudad, a fin de cuentas, más parecida a la que fue cuando se desangraba, allá en los treinta, y de la que tan sólo conservamos la hojarasca. Aunque esa siempre será otra historia.  

A principios de semana anocheció Madrid bajo el grito anacrónico de Comunismo o Libertad; y despertó al día siguiente con los ecos de la respuesta fácil, predecible, que rescataba esa imagen contrapuesta de la villa transmutada en tumba eterna del fascismo. ¡No pasarán!, volverá a sonar, presumiblemente; y presumiblemente responderán un ¡Pasaremos! Aunque a estas alturas ya nadie sepa quién quiere pasar y para qué, si no es para conquistar algún despacho desde el que custodiar un poder con el que nunca se hará nada realmente. Fascismo o Comunismo, han exclamado nuestros políticos, sin percatarse de que en la calle cada mañana lo único que se escucha es el zurear de las palomas, que se afanan sin proponérselo por endulzarles la condena a los niños legañosos que esperan al autobús para ir al cole. La indiferencia de los días madrileños, con su bombeo arrítmico de coches por las arterias de la ciudad, sirve para definir esa pereza fría con la que va llegando una campaña electoral que ya ha vendido el ruido antes que las nueces. Existe una ilusión baldía, sí, la que generan siempre las causas que no significan lo que dicen significar, pero más allá de todo eso nadie parece dispuesto a dejarse llevar por el belicismo de un eslogan que no podría ajustarse menos a las preocupaciones inmediatas de los madrileños.  

Convengamos en que el tiempo sirve para ilustrar perfectamente el estado anímico de una sociedad. Si es así, en Madrid se fue levantando el viento a medida que avanzaban los días y los pronósticos para el finde anunciaron nieve. No fue una profecía catastrofista, pese a todo. No se escuchó ningún murmullo ni las nubes se agrietaron. Como tampoco apareció Ned Stark, con su cabeza a cuestas, para recordar la aterradora llegada del invierno. Fue más bien todo lo contrario. En Madrid han sonado los tambores retóricos de la guerra interminable, pero tampoco está la gente para tomárselos en serio. Quizás por eso nuestro cielo dejó anunciado este regreso a la última gran algarabía compartida, que fue Filomena. Entonces salimos a la calle y nos dividimos en dos bandos, como siempre, pero después del tiroteo de bolas regresamos a nuestras casas un poco más unidos. Un poco más liberados de los lastres sentimentales del covid, que sigue ahí pese a que a algún político le incordie. Y un poco más reconciliados con la idea de que, más allá de lo que quieran hacer con nosotros los ideólogos del agitprop, valemos más que quienes luchan por representarnos. Quién sabe lo que pasará el 4 de mayo. A día de hoy, lo único seguro es que iremos a votar como hemos vivido este último año. Tal vez también por eso, y no tanto por el absurdo de las izquierdas y las derechas, las variaciones de los sondeos puedan medirse mejor estudiando a la gente que ha permanecido a cada lado de la barra en esos negocios que siguen abiertos, pese a todo. Ahí, en el intercambio feliz de bienes, servicios y opiniones, se ha visto cuánto se han necesitado los ciudadanos mutuamente. Y eso vale más que cualquier eslogan.  

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