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Luis Herrero Goldáraz

Florentino también sangra

Va a tener razón aquel que dijo eso de que es mejor quedarse callado y parecer tonto que abrir la boca y demostrarlo

Va a tener razón aquel que dijo eso de que es mejor quedarse callado y parecer tonto que abrir la boca y demostrarlo
Atresmedia

Va a tener razón aquel que dijo eso de que es mejor quedarse callado y parecer tonto que abrir la boca y demostrarlo. Sobre todo porque, en general, quien se queda callado lo que suele parecer es inteligentísimo. La cosa funciona, según mi colega el Tabardillos, en base a una ley a la que podríamos bautizar como el Efecto Lencería. Ya saben, esa extraña afección humana que nos demuestra que siempre es más efectivo insinuar que mostrar, sobre todo si por el camino se consiguen realzar los rasgos más atractivos mientras se ocultan las imperfecciones. Parece ser así, desde luego. Todos conocemos grandes ejemplos del poder divinizador del mutismo. Rubén Amón hablaba en esos términos del magnetismo de José Tomás, aderezado en la plaza pero cocinado fuera de ella, en ese espacio en el que su ausencia palpable no hace más que alimentar un misterio del que bebe su leyenda. Pero hay otros ejemplos igual de relevantes. Me pasa cada vez que leo algún artículo sobre los poderes mefistofélicos de Iván Redondo, el asesor en la sombra que parece haber salido de la cabeza de algún guionista hollywoodiense. En el cine hay una máxima que dice que un villano es tanto más peligroso cuantos menos rasgos se conozcan de él. Y esto entronca muy bien con la erótica del misterio, ya que es precisamente la absoluta ignorancia del pueblo, su abismal e insondable distancia con el monarca, lo que termina atribuyéndole a este los poderes inexistentes de un dios.   

Algo de eso tenía Florentino. Y digo “tenía” porque esta semana se le ha desvencijado el aura de Lex Luthor. Hasta hace bien poco, el presidente del Madrid era mucho más que un presidente. Era una quimera. Héroe perfecto para madridistas, antihéroe tiránico para todos los demás. No había nada que su esmerada mano de mariscal del fútbol no pudiera conseguir. Una sola llamada de su teléfono podía desatar tempestades que amenazasen con cambiar dinámicas históricas entre los clubes más poderosos del mundo. Sin embargo, ahora esa certeza se ha desvanecido. Lo que no quiere decir que hayan caído todos los altares florentinianos a los que acuden los feligreses merengues para disipar sus dudas de fe. Sea como fuere, la debacle de la Superliga ha dañado la imagen del Madrid, quién sabe si mucho o poco, pero la del presidente sólo comenzó a resentirse en el momento en el que puso un pie en un plató de televisión. 

Desde hace unos días ha podido verse a un hombre aturdido, incapaz de hacer llegar su mensaje y hasta sorprendido por la manera como funciona el mundo de las polémicas en la civilización del espectáculo. Ni siquiera fue noticia que se le escaparan los asombros del César que no comprende que sus deseos no se conviertan en ley. Pero fue precisamente su mesianismo errático el que propició que el posible debate acerca del futuro del deporte terminase de convertirse en una suerte de referéndum populista. O aristocracia o democracia, han venido a decir hipócritamente unas instituciones autoritarias que si por algo se caracterizan es por anteponer siempre los réditos económicos a los intereses de los aficionados. En esa encrucijada, la de la mejor forma de “salvar el fútbol”, como ingenuamente quiso presentar su propuesta Florentino, todavía no se ha analizado la opción alternativa de elaborar un campeonato europeo que no desmerezca la importancia que tienen las ligas pero que también le permita al hincha disfrutar de muchos más partidos de élite al año. El berrinche de millonarios defendiendo su pastel ha conseguido hacerse pasar por lo mejor para el pueblo. Y el mundo sigue girando.

A veces uno tarda años en comprender que en el fútbol, como en la vida, todo termina pareciéndose mucho a la política. Es lo mismo que pudo verse este miércoles, en ese debate que siguió media España mientras gran parte de los votantes madrileños preferían centrarse en lo que pasase en el Ramón de Carranza. Si algo suelen enseñar los debates electorales es que la ficción de la política como herramienta del pueblo para gobernarse a sí mismo no es más que una mentira que preferimos creernos. Mejor eso que comernos el caos que podría esconderse detrás. Pese a todo, quizás Florentino pueda aprender algo de lo ocurrido en Telemadrid. Que la democracia mediática no suele comprar las propuestas que no tengan un discurso entendible detrás, por ejemplo. Y que la cosa jamás consistirá en encontrar los puntos de unión que permitan el encuentro de posturas contrapuestas, sino en la delimitación de fronteras que dibujen espacios infranqueables desde los que apedrear al rival. Tampoco importa si lo que tiene que decir puede resultar interesante.  

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