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Federico Jiménez Losantos

Pumpido, sin querer, explica la corrupción de la Justicia

Lo legal es lo que nos conviene y lo que nos conviene hay que hacerlo legal. Esa es la doctrina que lleva a España a la fosa. Los pumpidos son sus sepultureros.

Lo legal es lo que nos conviene y lo que nos conviene hay que hacerlo legal. Esa es la doctrina que lleva a España a la fosa. Los pumpidos son sus sepultureros.
Cándido Conde-Pumpido, magistrado del Tribunal Supremo, en un desayuno informativo organizado por Vanity Fair | EFE

Desde un punto de vista técnico, la corrupción de la Justicia en el régimen constitucional de 1978 empieza en la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985, perpetrada por el primer gobierno de González y que Guerra definió con un brochazo inequívoco: "Montesquieu ha muerto". Sin embargo, la Constitución está diseñada para que los jueces resistan todos los acosos del Poder Ejecutivo y del Legislativo, así que hacía falta una doctrina paralela que limitara en la aplicación lo que decía la exposición.

Y a esa raíz de la politización íntima de las carreras judiciales que la LOPJ/85 alfombraba pero en la que aún no se habían dado pasos decisivos se refiere Cándido Conde-Pumpido en su voto particular, descaradamente injurioso -"lego en Derecho" llama al ponente, entre otras lindezas y piropos- contra la sentencia del Constitucional, que declara contrario a la Carta Magna el estado de alarma mediante el que durante cien días -98 para ser exactos, aunque las vísperas cuenten- el Gobierno social-comunista de Sánchez privó a los españoles de derechos básicos con la excusa de la covid-19.

El precedente de la legalización de la ETA

La frase clave de Pumpido tiene dos partes arteramente pegadas:

"Constituye una tradición del tribunal citar la frase del primer presidente, García Pelayo, quien señaló que la función del Tribunal Constitucional es la de resolver problemas políticos con argumentos jurídicos.

La sentencia de la mayoría hace exactamente lo contrario. No resuelve, sino que crea un grave problema político al desarmar al Estado contra las pandemias privándole del instrumento que la Ley determina expresamente para hacer frente a las crisis sanitarias, el estado de alarma".

Si constituye una tradición del TC persignarse con la frase de García Pelayo, no hay duda de que, al menos el sector izquierdista o pumpidiano, entiende su tarea en clave de prevaricación, y que, sobre toda consideración jurídica y de primacía de la Ley, busca servir políticamente al Gobierno de turno mediante la adaptación, retorcimiento o vulneración de las leyes para evitarle problemas políticos al Gobierno o a la clase política en su conjunto. Pero la función de cualquier tribunal de garantías constitucionales es justo la contraria: que prevalezca la Constitución sobre los intereses políticos, incluso sobre la opinión de una mayoría social sobre el asunto en litigio. La Constitución no debe someterse a la política sino la política a la Constitución. Pumpido, como todos los juristas de izquierda bolivariana o comunista, sin más, hace lo contrario: legalizar lo que debería ilegalizar.

Ya lo hizo con la ETA, cuya fachada política ilegalizó el Supremo. Pero, siguiendo la doctrina del entonces fiscal general Pumpido de "no vacilar en mancharse la toga con el polvo del camino", es decir, ayudar al pacto ZP-ETA, el TC, tal y como había anunciado el propio Zapatero, legalizó al partido de la ETA, convertido en Supremo del Supremo, pese a no ser un tribunal superior compuesto de jueces. El Supremo decidió sentar en el banquillo al Constitucional, por evidente invasión de competencias, pero la amenaza, publicada, se diluyó. Las togas pactaron la no agresión, de la mano de los partidos, que eligen al Supremo… y al Constitucional.

La legalización de la ilegalizada fachada política de la ETA ha sido la prueba más escandalosa de esa función prevaricadora, que proclama orgullosamente Pumpido: arreglar problemas políticos con artimañas jurídicas. Y ninguna más clara para demostrar la traición a sus funciones. ¿A quién favoreció el TC? Al Gobierno socialista. ¿A quién perjudicó? A las víctimas del terrorismo y al sector de oposición contrario al pacto del Zapatero y la ETA, reproducido en la alianza parlamentaria Bildu-Sánchez. No existen "problemas políticos", en abstracto. Esos problemas siempre son de alguien, y siempre afectan a otros. De ahí la necesidad de que sea la Ley el criterio fijo para resolverlos, si no queremos convertir, como quiere Pumpido, a los tribunales, en instancias de legitimación de arbitrariedades.

Rumasa, antecedente de politización del TC

García Pelayo, a cuya advocación se adscribe el desvergonzado Pumpido, tiene en su haber una de las páginas más deshonrosas del constitucionalismo español, que inauguraba nueva época tras la Carta Magna de 1978. Nada más llegar el PSOE al poder, en 1982, perpetró la expropiación de Rumasa, acto absolutamente arbitrario del ministro Boyer y que constituía un acto de intimidación del flamante gobierno González.

Lo ilegal quedó claro al presentar una ley de expropiación después de la expropiación del conglomerado de Ruiz Mateos. Y se aprobó en las Cortes, rodillo mediante, una ley a posteriori y contra una persona. Como explicó brillantemente el entonces diputado de Alianza Popular Herrero de Miñón, el Gobierno hacía un alarde de desprecio a la Constitución, que el TC debía corregir tras el recurso correspondiente. Boyer debió dejar que quebrara Rumasa, pero prefirió estatalizarla, sanearla con dinero público -dos billones de pesetas- y revenderla a los amigos del socialismo internacional. Se demostró que el socialismo era un poder sobre la ley y un buen negocio. Boyer veraneando en el yate de Gustavo Cisneros tras adjudicarle Galerías Preciados por un precio simbólico, que incumpliendo los plazos, vendió casi de inmediato, fue el símbolo de la corrupción en la reprivatización de Rumasa, docenas de empresas reflotadas y regaladas a socialistas, a veces italianos, que de inmediato las vendían sin invertir nada y desaparecían.

García Pelayo, presidente del aún tierno TC, tenía en su mano dejar claro lo contrario: que la Ley estaba por encima del Gobierno, no para arreglar los problemas políticos que había creado el gobierno del PSOE, y que, al margen del costosísimo reflotamiento de que debió dejarse quebrar, suponía un golpe mortal al imperio de la Ley si el TC tragaba el atropello.

Había una diferencia de diez a dos cuando se empezó a deliberar, pero fue equilibrándose el número de los que querían declarar el atropello dentro o fuera de la Constitución. El Gobierno y Juan Carlos I no querían que desde el principio el PSOE apareciera como algo discutible, sino como una pieza tan indiscutible como la Corona, y presionaron a los miembros del TC más blandos o sensibles a la política, pero no pasaron de convencer a seis, así que todo quedó pendiente del voto de calidad de García Pelayo.

Conocer a García Pelayo justo en el momento en que debía decidir algo trascendental para la vigencia o degradación del orden constitucional, fue una de mis primeras y más penosas experiencias en el periodismo. Cinco firmas destacadas del Diario 16 de Pedro J. Ramírez (Justino Sinova, Carlos Dávila, José Luis Gutiérrez, Carmen Rigalt y yo) hacíamos cada domingo una larga entrevista de varias páginas a un personaje relevante. Nos recibió, tras mucha insistencia, en su despacho. Y nunca he visto a un hombre tan destruido. Iba encendiendo un cigarrillo con otro, sin acabar ninguno, parecía asustado o avergonzado, y el que fuera brillante profesor universitario no era capaz de hilar bien una sola frase ni de explicar nada.

Luego supimos que al recibirnos acababa de firmar la sentencia que avalaba al Gobierno. Pero quedó tan humillado que de inmediato se volvió a Venezuela, donde había labrado su prestigio y muy poco después, murió. Moralmente, ya estaba muerto aquella tarde en que no pudo explicar algo que desmentía lo que escribió en sus manuales de Derecho Constitucional.

Unos jueces sin decoro, una política sin Ley

Obviamente, Pumpido no tiene los problemas de conciencia de García Pelayo, pionero y mártir en las tareas de alta prevaricación. Como los Sala, Belloch, Garzón y demás aventureros togados de la política, su gran argumento es la eficacia, porque de ella depende su éxito en la carrera. ¿Y cuántos en el Supremo, el Constitucional y el CGPJ no hacen lo mismo para medrar de la mano de los partidos o sirviendo al antropófago Sánchez? Un editorial de El Mundo mostraba este sábado su espanto porque ya no se podían distinguir los ataques al Constitucional de Margarita Robles y Ione Belarra. Ambos se quedan chicos al lado de los insultos de Pumpido a la mayoría del tribunal del que forma parte. ¿Cómo va pedir respeto a sus decisiones el que en un voto particular no discrepa, sino que injuria a los que dentro del TC no comparten su criterio, que en realidad es de servicio a una política?

Alguna vez corrió la especie de que Cándido Conde-Pumpido, al que bauticé 'El Malo' por las fechorías etarroides del polvo del camino de ZP, era ducho en Derecho, personaje sólido, solvente y demás. Si lo fue, hace tiempo que perdió esa virtud, porque la segunda parte de la frase citada al principio, que es una confesión de su empeño en utilizar la Ley en favor de sus camaradas socialistas y comunistas, y como escabel para su carrera, es una ristra de trolas e incongruencias propia de Echenique o Adriana Lastra.

Mentiras y trapacerías o el derecho del revés

"La sentencia -dice Pumpido- no resuelve, sino que crea un grave problema político al desarmar al Estado contra las pandemias privándole del instrumento que la Ley determina expresamente para hacer frente a las crisis sanitarias, el estado de alarma".

Lo de que el estado de alarma está determinado expresamente por la Ley es falso. De hecho, lo que dice la mayoría en la sentencia es que lo que se hizo contra la covid-19 debió hacerse bajo lo que, según la Ley, permite el estado de sitio. No desarma nada y cambia poco. La política sanitaria del Gobierno socialcomunista ha sido y sigue siendo una sucesión criminal de mentiras y disparates que ha costado 40.000 muertos. Pudo hacerse con la misma mayoría parlamentaria, pero no al margen del Parlamento, como se buscó en el primero y, más aún, en el segundo estado de alarma, bajo el que Sánchez cerró el Parlamento seis meses.

A Pumpido, ducho en fangos y perito en veredas polvorientas, cerrar el Parlamento le dará igual. A ningún miembro del Tribunal Constitucional debería sucederle. Si el Constitucional no defiende la existencia misma de la sede de la Soberanía Nacional, "de la que emanan todos los poderes del Estado", ¿para qué sirve el Constitucional? El Gobierno ha tenido año y medio para hacer una Ley de Pandemias y no ha querido. Un año después de proclamarse vencedor del virus y salvador de 450.000 vidas, el caudillo político de Pumpido, Pedro Sánchez, nos ha mandado otra vez a disfrutar de las vacaciones mientras las autonomías se sumían en el caos, porque no hay un marco legal que unifique las respuestas legales a la pandemia. Está claro que a Pumpido le molesta lo legal, sobre todo si estorba a lo político. El estado de alarma sigue flotando en el aire, antes de leer la sentencia que Pumpido ha ido filtrando en píldoras injuriosas para deleite de ministrillas. ¿Se atreve a sostener que es suficiente para hacer frente al virus?

Pregunta absurda. Pumpido se atreve con todo. Es un maestro en el uso alternativo del derecho: ahora lo uso, ahora no lo uso. ¿La Ley? Como la Nación para Zapatero, un concepto discutido y discutible. Lo legal es lo que nos conviene y lo que nos conviene hay que hacerlo legal. Esa es la doctrina que lleva a España a la fosa. Los pumpidos son sus sepultureros.

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