La Generalitat de Catalunya acaba de abrir los actos en conmemoración del centenario del nacimiento de Ramón Trias Fargas destacando, como señaló el consejero de Economía, que el personaje aunó "lo mejor de la tradición política catalana: cultura, sensibilidad social, solvencia técnica, catalanismo incondicional y europeísmo". Pero más allá de eso, tal vez debería haber señalado su decisivo papel como ideólogo del nacionalismo y, singularmente, como asentador del mito de que "Espanya ens roba" sobre el que se instaló poderosamente la campaña independentista que dio lugar a la insurrección de octubre de 2017, veintiocho años después de su muerte.
Es cierto que Trias Fargas no fue el creador de ese mito, pues tal mérito le corresponde a Jaume Alzina, un menorquín vinculado con Francesc Cambó y mediocre economista, quien en 1933 publicó dentro de su L’economia de la Catalunya autónoma la primera estimación de lo que después se conceptuó como el déficit fiscal catalán. Alzina entendió ese déficit como la diferencia entre los impuestos pagados en Cataluña y el gasto del Estado en la región. Y como esa resta daba una cifra positiva dedujo que "la injusticia que la Monarquía cometía en Cataluña no podía ser más clara", juicio éste que extendió también a la República —aunque no disponía de datos para corroborarlo— señalando, cómo no, que su gobierno «favorece cada vez más a Madrid".
El lector comprenderá, leyendo lo anterior, lo reiterativos y cansinos que han sido los argumentos nacionalistas durante casi un siglo, aunque después de Alzina hubo que esperar muchos años para depurar y asentar su doctrina. Ciertamente la semilla del agravio fue cultivada en diversos estudios sobre las relaciones económicas exteriores de Cataluña en los que participaron economistas prestigiosos como Eduardo Escarra, Carlos Pi-Sunyer y Ernest Lluch, aunque hubo que esperar a la primera mitad de la década de 1960 para disponer de una balanza de pagos completa de la región, obra de Jacinto Ros Hombravella y Antonio Montserrat.
Esta balanza de pagos fue crucial para el asunto del déficit fiscal porque éste, en todo caso, se encuadra en el ámbito de las relaciones económicas exteriores. Los economistas saben desde el primer año de su formación que, en la balanza de pagos, todos los flujos de ingresos y gastos se saldan mutuamente, hasta el punto de que la suma de todos esos saldos es siempre cero —y si no aparece este resultado, hay que introducir una partida de "errores y omisiones" con el signo correspondiente para que ocurra—. Esto significa sencillamente que si en un país o región hay un superávit por cuenta corriente, fruto de su alto potencial exportador, entonces aparecerá un déficit equivalente de carácter financiero que lo compensará y que señalará que ese país o región transfiere recursos a sus compradores para que dispongan de la capacidad adquisitiva con la que adquirir lo que él les vende. Ros y Montserrat, conocedores como no podía ser menos de esta regla contable, destacaron que los alrededor de 20.000 millones de superávit comercial de Cataluña con el resto de España en 1962 quedaban nivelados con las otras partidas analizadas —entre ellas, las fiscales—.
Es aquí donde entra en juego Ramón Trias Fargas, quien a la postre acabaría jugando el papel del "mal escritor académico de algunos años atrás" que, como apuntó Keynes en el párrafo final de su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, inspira a "los hombres prácticos que se creen exentos por completo de cualquier influencia intelectual… [y] oyen voces en el aire". En efecto, Trias Fargas, en su Introducció a l’economia de Catalunya, publicada en 1972, partiendo de los datos de Ros y Montserrat y tras afirmar que «"a balanza de pagos ha de equilibrarse por definición", realizó una asombrosa pirueta especulativa después de embarullar unos cuantos datos de diferentes procedencias y fechas, de acuerdo con la cual llegaba a la conclusión de que el superávit comercial catalán "no es tan importante como podía parecer" y, además, estaba "más que compensado por el déficit de las otras cuentas", de manera que "el final quedaba un déficit general en nuestra balanza de pagos con el resto de España". Lo imposible se había producido y, sentada esa base, sólo quedaba identificar de dónde procedía tan misteriosa partida contable. Trias Fargas, sin el menor rubor, la reconoció rápidamente en el "déficit por cuenta del sector público" que, en su particular y embrollada contabilidad, estimó en 32.093 millones de pesetas —aunque no se sabe para qué año, pues manejaba datos de toda la década de los sesenta— debido a que el Estado «gastó en Cataluña el 52 por ciento de lo que había recaudado». Y así concluyó que "el déficit de la balanza exterior de Cataluña quedaría holgadamente compensado si el déficit por cuenta del sector público no existiera".
Ahí tienen los lectores sentada doctrinalmente la idea de que el déficit fiscal, una excepción mágica a las reglas contables de la balanza de pagos que resulta privativa de Cataluña, constituye un agravio para sus habitantes. Es cierto que Trias Fargas nunca señaló que "España nos roba" —quizás porque escribió en las postrimerías del franquismo y una afirmación tan rotunda tal vez podría haberle conducido a cesar en alguno de sus lucrativos empleos—, pero puso el señuelo para que otros economistas, al desvincular el déficit fiscal de la balanza de pagos, lo hicieran sin el menor rubor y contribuyeran así al deber patriótico de la causa independentista.
Es evidente que Trias Fargas se pasó con armas y bagajes al lado oscuro y, desde él, logró que todo el fundamento del secesionismo catalán partiera de una mentira, envuelta en un engaño cuantitativo, fruto de una falsificación metodológica. Porque la prosaica verdad ocultada en este asunto no es otra que la de que Cataluña se beneficia, y mucho, de los frutos de su comercio con las demás regiones de España.

