
Dicen los que saben que todo se resume en el cambio. Las cosas han cambiado o están cambiando. Cambiarán. Eso dicen los que saben. Y añaden que la teoría se demuestra simplemente con abrir los ojos. Cambian los rostros, nos advierten. Las costumbres y los valores. Cambian las calles. Las manos que nos sostuvieron ya no son las mismas de ayer. Cambia el suelo y la orografía. Y hasta la temperatura. Por cambiar, cambian los términos que utilizamos para describir las cosas. Ahora se habla del clima y no del tiempo, por ejemplo, como si hubiéramos decidido reorganizar los conceptos y devolverle al segundo su valor principal. Poco a poco, en una marcha constante e imperceptible, hemos ido guiando a la palabra a sus orígenes. Igual que a una anciana. Hemos apoyado su peso en nuestro hombro y la hemos ido llevando década a década hacia la acepción inicial. La hemos querido encerrar allí, también, en la tierra de la que salió. Y al mirarla después hemos tratado de minimizar sus efectos. Parece normal. El "tiempo", la cuantificación aristotélica del movimiento, es una palabra demasiado aséptica como para suscitar ninguna alarma. Nos sugiere eternidad y perspectiva histórica. No es afilada, ni fluctuante, ni fatal.
Pero el cambio está siendo inevitable y vertiginoso, nos repiten. Cada vez más. Así que la coyuntura actual debe obligarnos a mirarlo con vértigo. Cambian los veranos, que parecen infiernos. Y los inviernos, que no se sabe dónde están. Cambian los papeles y las exigencias burocráticas. Los permisos, las licencias y las políticas de sostenibilidad. Cambian las prioridades a una velocidad que insufla miedo. Y a través del miedo, cómo no, lo sencillo es no saber cómo avanzar. Dicen los que saben que todo se resume en el cambio. Y como todo cambia y todo se acelera, pensamos, es necesario parar. Olvidamos entonces que para mantener las cosas hay que moverse y cambiarlas, también, porque eso es lo que las protege de deteriorarse y cambiar. Al final terminamos claudicando y dejando los montes a la deriva. Y el albur de la naturaleza permite que sean pasto del clima, esa palabra mucho más fluctuante, afilada y fatal.
Es posible que el miedo, es decir, la parálisis, explique muchos de los movimientos que se están produciendo tan de repente. Rusia invade Ucrania y se dispara el gas. Cambian algunos partidos, que buscan refundarse. Dimiten fiscales. Se suceden las crisis de gobierno, las sustituciones, los partes médicos. Por todo el mundo van cayendo primeros ministros. Unos se van, a otros los echan. Se sumerge el PSOE en un Comité Federal desenfrenado, igual que el clima. Y la sensación primordial es la de una vorágine constante e indomable presidida por personas desbordadas que fingen estar muy ocupadas porque en realidad no saben dónde están. Su condena, piensa uno desde la comodidad de su ventana, es tener que bregar con la inmediatez de los acontecimientos, esa espuma de la historia que no deja ver la magnitud del oleaje. O, como mucho, detenerse a analizar el llamado "plano coyuntural", ese piélago ondulante que oculta las verdaderas corrientes subterráneas que lo mueven todo, más allá. Lo bueno que tenemos los demás es que no necesitamos ahogarnos definitivamente en esa urgencia. Todavía podemos recurrir al remedio braudeliano de la historia y de su "larga duración". Desde allí, quién sabe si igual de sentenciados que el presente, aún podemos escuchar socarronamente a Tancredi, que nos reconforta alegremente y nos recuerda que sigue siendo necesario que todo cambie para que todo siga igual.