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Madrid

Luis Herrero Goldáraz

'Dickface'

Ay, pobre Almeida. Porque cuesta pensar que un político podrá llegar a algo si su manera de congraciarse con el otro es desde la inferioridad.

Ay, pobre Almeida. Porque cuesta pensar que un político podrá llegar a algo si su manera de congraciarse con el otro es desde la inferioridad.
Almeida, víctima de la broma de unos humoristas ucranianos. | Imagen de vídeo

Pobre José Luis. Yo también he sido él. Aunque en mi defensa diré que al menos yo nunca pretendí meterme a político. Todos hemos sido alguna vez aquel chaval al que hacían bullying en el cole. Y el que hacía bullying también. Todos hemos ido descubriendo los mecanismos ancestrales de la convivencia humana a base de eso, de convivir y de medir al otro, de renunciar a hacerlo y rebotarse ante las sondas invasivas del de enfrente. Por eso es fácil reconocerlos todavía, a los abusones y a los taimados, y produce una tristeza inmensa el darse cuenta de que pasan los años y algunos tics quedan ahí, debajo de la piel, recordándonos que una vez sentimos miedo, y que a veces, todavía, cuesta aprender a convivir con tanto extraño.

Lo normal en un político es que sea un actor interesado. Su misión es congraciarse con cualquiera, hacerle creer que su hija es la más bella, su casa la más elegante y su huerto el que mejores hortalizas produce de todo el pueblo. Que nadie cómo él le tiene cogido así de bien el punto al arroz, ni apura con tanto ingenio los chistes de la sobremesa. Los políticos regalan cumplidos como regalan promesas: porque pueden y porque sólo quien se considera superior al otro cree realmente que le hace un favor mintiéndole. Por eso sorprende José Luis. Ay, pobre Almeida. Porque cuesta pensar que un político podrá llegar a algo si su manera de congraciarse con el otro es desde la inferioridad.

Su deriva comenzó a intuirse pronto. Nadie puede estar realmente cómodo consigo mismo si siente la necesidad de humillarse tanto sin que venga a cuento. Al principio consiguió lo que quería. La gente admiró esa frescura aparentemente sana de quien sabe reírse de sí mismo. Pero una cosa es saber hacerlo y otra hacerlo a todas horas, sin que nadie te lo pida y sin que la ocasión dé para chistes. Algo extraño pasa ahí. Así que al final José Luis dejó de ser el alcalde ese bajito que respondía a los insultos con sonrisas y comenzó a destaparse como un pobre muchacho, el joven tímido de clase que ha descubierto que la mejor manera de evitar los juicios afilados de Podemos es adelantarse a ellos e insultarse sin que ni siquiera se lo esperen.

De la llamada pública entre Almeida y el falso alcalde de Kiev pueden sacarse muchas conclusiones. La primera es que José Luis es igual que la mayoría de políticos que terminan haciendo carrera. La segunda es que es distinto. Su dependencia absoluta de la opinión ajena, su tendencia irreflenable por la adulación y el gesto cómplice, no importa si el que habla está insultando a su santa madre o le está pidiendo que deporte refugiados, le equiparan con el resto. Lo que le diferencia es lo barata que vende su sumisión. Almeida no es ambiguo ni afilado. No guarda trucos de tahur ni esconde en su sonrisa bífida el ansia de revancha ante la humillación ajena. La evolución de sus motes sirve para ilustrar esto que digo. Comenzó siendo llamado Carapolla y ahora él mismo se define como Dickface. Más allá de su dicción, lo único que ha conseguido es demostrar que un tonto puede serlo en infinidad de idiomas.

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