
Ojalá las leyes pudiesen cambiar la realidad, como tanto se pregona. Ojalá la realidad fuese como ellas la suponen, mejor dicho, aunque antes de sentarse el parlamento a explicarnos por qué una ley es necesaria esa necesidad ni siquiera existiese. Ojalá todas las necesidades sólo fuesen invocadas así, con el único ánimo político de ser respondidas de inmediato. Y arreglar errores fuese tan sencillo como crearlos de esa forma tan aséptica, tan segura y tan científicamente controlada. Entonces todo sería posible y tendrían sentido tantas cosas… Uno podría abandonar el miedo al olvido, por ejemplo, y creería más que ninguno en estas leyes de memoria que se suceden con denuedo y se repiten, como si quisiesen fecundar nuestro recuerdo. Se acabaría la nostalgia y la culpa. Habríamos doblegado al pasado y con él a la tiranía absurda de este tiempo que se escapa. Sólo nos quedaría el progreso ilusionante y una fe absoluta y fértil en un futuro escrito de antemano.
Nuestro presidente podría decir que somos el segundo país con más desaparecidos después de Birmania y los camboyanos no se sentirían relegados. Asumirían su nueva posición en el falso ranking del victimismo histórico como si nunca hubiesen ostentado el primer puesto, y sólo bastaría una palabra de la izquierda española para reparar para siempre a todas las víctimas de la injusticia humana. Las reales y las inventadas. E incluso puede que también a las del bando comunista.
Pero la realidad no se amolda a nuestras leyes. Ni siquiera es bien descrita por ellas. Así que todo parece condenado a quedarse en nada y nada a tener remedio. Es difícil confiar en cualquier Gobierno, como para hacerlo en uno que legisla sobre la memoria dando muestras de padecer Alzheimer. No tiene demasiado sentido desmentir aquello de los desaparecidos españoles. Basta con haber entrado sin querer en cualquier colegio para saber que es falso. Lo que sí lo tiene es preguntarse dónde acaba la mentira: si en la gravedad del pasado que se pretende enmendar o en las medidas oportunas que se quieren emplear para lograrlo.
El gran problema de la memoria democrática socialista es que ni siquiera ha sabido maquillarse con un mínimo de credibilidad. Y así es difícil comprar aquello de que el principal objetivo del Gobierno es velar por todas esas víctimas que todavía siguen sin saber dónde están sus muertos. Más fácil es creer en el esfuerzo por manchar de ideología los planes educativos, y comprobar que un mentiroso es capaz de cualquier cosa con tal de perseverar en su mentira. Quién sabe, quizá con el tiempo suficiente la realidad no haya cambiado, pero sí el recuerdo que guardemos de ella. Y así, en un futuro escrito de antemano, España será una enorme fosa franquista y la izquierda su único remedio. Entonces no importará el lugar en el que estén los huesos. Se habrán convertido en polvo y nublarán nuestra memoria.
