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EDITORIAL

Profanar tumbas no es memoria

Lo que ha ocurrido en la basílica de la Macarena no es ni más ni menos que eso: una profanación

Hace más de 70 años que Queipo de Llano falleció y, si cometió crímenes durante la Guerra Civil –como por otra parte hicieron muchos en los dos bandos contendientes pero más en el republicano– estos quedaron superados con la Ley de Amnistía de 1977. En cualquier caso, en ningún país democrático se persigue a nadie por sus delitos más allá de la muerte.

De hecho, si en algo coinciden todas las sociedades civilizadas desde el inicio de la historia es en el respeto a los muertos y a su descanso eterno; sólo en los periodos de absoluta convulsión y barbarie se ha ordenado desde el poder profanar tumbas.

Porque lo que ha ocurrido en la basílica de la Macarena no es ni más ni menos que eso: una profanación, la destrucción del espacio sagrado en el que se habían depositado los restos de varios seres humanos. Un acto de venganza lamentable que, por mucho que se empeñen en lo contrario, ni puede traer paz alguna a las víctimas de algo que sucedió hace más de ochenta años, ni hace esta sociedad más democrática o mejor, porque la revancha nunca ha sido un bien social.

Una ley que exige desenterrar muertos de hace siete décadas no es de memoria, una ley que pretende borrar el pasado que no les gusta a sus promotores no es democrática, estamos de nuevo ante el intento totalitario de imponer un relato falso y dividir la sociedad, llevado a cabo por un Gobierno compuesto y sustentado por partidos que o bien nunca han creído en la democracia o bien ya han dejado de creer en ella.

Sin embargo, en esta cuestión no sólo cabe señalar al Gobierno y sus socios: especial reproche merece también el lamentable papel que está jugando una Iglesia Católica que, en lugar de enfrentarse al ataque que sufren los que fueron sus fieles y las familias que lo siguen siendo, parece deseosa de sumarse a las turbas profanatorias.

Pocos ejemplos mejores de ello, precisamente, que lo ocurrido este jueves en Sevilla: cuando el 18 de julio de 1936 la parroquia de San Gil Abad y la capilla de la Hermandad de la Macarena fueron incendiadas por milicianos republicanos, la propia imagen de la Virgen se salvó poco menos que de milagro. Por si esto no fuese suficiente, años después uno de los personajes claves en la construcción del actual templo fue Queipo de Llano, para quien los responsables de la Hermandad no han tenido ahora ya no la valentía de defender su descanso eterno, es que ni tan siquiera les ha merecido un mínimo gesto de empatía o respeto.

No es una novedad, pero es verdad que en pocas ocasiones será tan evidente la abyección de una Iglesia que parece haber perdido cualquier rastro de memoria y, sobre todo, de respeto por sí misma y por aquellos que hicieron y ganaron una guerra entre otras razones —pero esta fue una de las más importantes si no la principal– por defender a un clero y unos fieles católicos que estaban siendo exterminados.

Y nadie, ni en la Hermandad de la Macarena, ni en la Conferencia Episcopal, ni mucho menos en Roma, se acuerda de los muchos que se jugaron y perdieron la vida por esa Iglesia que ahora no es capaz ni de poner en riesgo el dinero que servilmente le piden al Estado.

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