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Luis Herrero Goldáraz

Reconquista navideña

La cosa es tan confusa que uno ya no sabe si todo se debe al calentamiento global o a que los adornos cada vez son encendidos más temprano. 

La cosa es tan confusa que uno ya no sabe si todo se debe al calentamiento global o a que los adornos cada vez son encendidos más temprano. 
Luces navideñas en el Jardín Botánico de Málaga. | Cordon Press

Primero fueron los veranos. Siendo la época canicular y viviendo como vivimos en un clima cada vez más acalorado, tenía sentido que las primeras campañas catastrofistas centrasen sus esfuerzos en ellos. Pronto perdimos las referencias tradicionales, las señales de toda la vida que nos habían enseñado desde niños a reconocer la venida de las vacaciones. Ya no había apertura de las piscinas, anuncios de juguetes acuáticos, piernas bronceadas yendo y viniendo por las aceras y ese olor universal, ese olor característico que si nos hubiesen pedido describirlo sólo habríamos podido decir que era el olor de la nostalgia al ser fraguada. Cuando todavía no es nostalgia, se entiende, pero ya tiene un poquito de recuerdo.

En su lugar llegaron las olas de calor y, con ellas, el apocalipsis. El verano dejó de ser verano y comenzó a ser una contradicción. Tiempo de alarmas en época de descanso. O, todavía peor, un anticipo eterno del infierno que se iba renovando igual que un eco: a veces por los incendios forestales, a veces por esos vientos del Sáhara que tanto sustituyen hoy a los malos augurios. Sobre la mente del veraneante ocioso iba planeando cada vez con más afectación un desasosiego global que los periódicos y las televisiones se encargaban de azuzar con el mismo ímpetu con el que buscan noticias en los días inertes. Pero después llegaba septiembre, regresaban los políticos a sus escaños y las escaletas se olvidaban de aquello para llenarse otra vez con las exigencias del ocaso, que es la palabra que yo utilizo para describir esos comienzos que resultan indistinguibles de sus finales.

Supongo que era inevitable que la situación se desbordase. Poco a poco, con la misma cautela con la que había ido colonizando nuestros agostos, el clima mediático navegó embarcado en el otoño inexistente hasta avistar, allá a lo lejos, las cercanas playas del invierno. Hoy las navidades son anunciadas con la penúltima ola de calor. Y la cosa es tan confusa que uno ya no sabe si todo se debe al calentamiento global o a que los adornos cada vez son encendidos más temprano.

El desorden es palpable. Hasta el Mundial ha sido movido de fecha. Así que, en mitad de la vorágine, uno se detiene y se pregunta si estos jugueteos aleatorios con el calendario no se deberán más bien a una intentona desesperada por recuperar algo perdido. Si esta manera de adelantar unas fiestas y retrasar otras no es más que una forma de esquivar un futuro incierto que nosotros mismos nos narramos y que hemos terminado por creernos. Si la infancia es irrecuperable, pienso después, la navidad también lo es. Pero eso no quita para que queramos seguir buscándola allí donde extraviamos la inocencia. Y que por eso, igual que renunciamos al verano, acabaremos llevando a él las navidades, quizá para reconquistar con ellas ese territorio juvenil que nos hemos ido arrebatando sin darnos cuenta.

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