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Madrid

Juan Cermeño

Madrid es una colmena

La hipoteca está cara, la copa a veinte euros no. Al final, como casi todo en la vida: si se quiere, se puede. La cuestión es cuánto se quiere.

La hipoteca está cara, la copa a veinte euros no. Al final, como casi todo en la vida: si se quiere, se puede. La cuestión es cuánto se quiere.
Colmena de abejas. | Pixabay/CC/PatoSan

Arrecia el frío en la estepa central y la gente se repliega a sus trincheras ante las semanas que se avecinan. Era, en otra época, en otro lugar, tiempo de hibernar: leña al fuego, la vida a través del cristal y horas muertas que ni el aburrimiento logra abarcar. Ahora, en la colmena, sin leña ni gas, el calor es humano y las salidas no cesan, sólo que uno se atrinchera con los congéneres en el piso antes que en la terraza de turno.

Parece últimamente que, si era lo cosechado antaño lo que daba la vida, ahora es la salida nocturna y el club social. El salir como el comer. Prioridades, supongo. En la gran urbe española uno corre el riesgo de pasar a un rápido ostracismo si pierde el tren de la noche. No se lo diga a los casados con algunos años encima o con críos, o a los pubertos desenfrenados, no: de esos, o salen todos o no sale ninguno, está pactado de antemano. Dígaselo a esos jóvenes adultos que, señoras y señores en otros tiempos, no van a dejar atrás la juventud hasta los cuarenta y cinco. Se abre una brecha –cuando no un abismo– entre los que pasan a otra vida cuando llegan el matrimonio o los hijos y los que, a esa misma edad, siguen con la vida de un veinteañero universitario, solo que no van a clase y sí al despacho.

Me pueden acusar de demagogo. No les falta algo de razón y tienen varios argumentos a su favor. Y es que los mercados –inmobiliario y casamentero– andan en máximos y mínimos históricos, respectivamente. Los precios por las nubes, la gente sin valores. Como para enrolarse en cualquiera de estas empresas. Por resumir: no es tiempo de cobardes, pero a la vez, como decía aquella canción, corren malos tiempos para la lírica.

Demagogias aparte, uno sabe lo que se dice. Hay muchos que miran para otro lado ante el supuesto problema, y felices –o eso creen ellos–. Tan lejos queda la meta que ni echamos a andar. Y así, uno tiene que escuchar discursos baratos en los que se usa la imposibilidad de alcanzar un ideal como burda excusa para no hacer ni el más mínimo esfuerzo en llegar a nada. Los atrincherados en el centro de Madrid se rasgan las vestiduras ante la idea de vivir a las afueras y usar el transporte público – el tren real, no el nocturno. Los perennes solteros se quejan de la ausencia de candidatos cuando cada fin de semana se lanzan a grandes masas de gente indiferentes unos de otros en lo que parece un servicio de citas rápidas, en un eterno bucle de frases convencionales de inicio de conversación y sólo con acceso a una segunda oportunidad si deslumbras al de enfrente con tus tres primeras palabras.

Queremos todo y acabamos con nada. Somos un compendio de posibilidades y falta de realidad. Seguramente, no lleguemos a las cotas de nuestros padres: olvídense de los dos coches, el nene, la nena y el piso en primera línea de playa. Corren otros tiempos y son los que nos ha tocado vivir. De la misma manera que los europeos de las posguerras vivieron peor que los de antes de éstas. Hacia delante no significa necesariamente mejor.

Pese a todo, las matemáticas no entienden de sentimientos y ahí están los resultados. Unos, con el agua al cuello –o eso dicen–, pagando cuarenta euros por noche para que les sirvan un vino caliente de tres al cuarto o fundiéndose los ahorros en aparecer en el continente más lejano posible; otros, sin darse a valer, en su piso con piscina a las afueras de la capital. La hipoteca está cara, la copa a veinte euros no. Al final, como casi todo en la vida: si se quiere, se puede. La cuestión es cuánto se quiere.

Mientras tanto, pasa el tiempo, las fiestas para unos y los días perfectos para otros. Unos siguen como una gran colmena, inseparables –mientras no falten al evento social de turno–, esperando por todo y conformándose con nada. Otros ya han entendido de qué va esto. Han migrado y formado la suya propia. Los primeros se hundirán cuando la reina, que es esa supuesta juventud que nunca termina, termine.

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