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Luis Herrero Goldáraz

Fanáticos

En una época en la que ser víctima exonera del mal y hace permisible la venganza es más sencillo matar y permanecer intacto.

En una época en la que ser víctima exonera del mal y hace permisible la venganza es más sencillo matar y permanecer intacto.
Arma blanca manchada de sangre. | EFE

"No es la opresión, ni la desigualdad. Es el odio". Esta frase me la dijo alguien que vivió amenazado por ETA durante décadas, que conoce el País Vasco igual que un hijo conoce la casa en la que se crió, y que tiene las suficientes experiencias personales como para explicarme que quienes decidieron empuñar las armas para asesinar a personas como si no fuesen personas, sino obstáculos, vivían perfectamente, tenían todas sus necesidades materiales colmadas y no se vieron arrastradas al oscuro barro de la degradación moral por el empuje irrefrenable de una sociedad injusta que les obligó a escoger entre la criminalidad o el abandono.

Ocurre cuando sucede cualquier crimen que lo primero que buscamos, aun sin darnos cuenta, son las razones del criminal. Y ese impulso necesario corre el riesgo no de incitarnos a justificar ciertos desgarros, sino de convencernos de que la gente mata, sobre todo, desgarrada.

La cosa tendría sentido en una sociedad que todavía pensase que la defensa propia no es un bien reivindicable, sino un mal lamentablemente necesario y del que nunca nadie sale indemne. Una condena que le cae a alguien encima y que le obliga a pagar un precio injusto sin haberlo merecido. Pero en una época en la que ser víctima exonera del mal y hace permisible la venganza es más sencillo matar y permanecer intacto.

Ni siquiera se trata de algo nuevo. Toda guerra siempre ha tenido bandos; y los bandos no son más que mecanismos de defensa que ayudan a transformar colectivamente el miedo en odio, para acallar mejor los golpes de conciencia.

Todos lo hemos intuido alguna vez. Por eso percibimos más fácilmente la estigmatización de un colectivo si pertenecemos a él, o si sospechamos que quienes se afanan por señalarlo nos tratarían de la misma forma si encontrasen el motivo. Por eso sentimos esa necesidad de aglutinarnos ante la horda ajena. Y experimentamos placer al atacarla. Pues pocas sensaciones son más agradables que sentirse a salvo. Y la mejor manera de aplacar una amenaza es hacer que sea ella la que se sienta amenazada.

Lo difícil es pelear contra esa inercia y combatir el odio. O, por decirlo de otra forma, lo difícil es convivir con nuestros miedos. Hacerlo obliga a aceptar la realidad tal como es, sin maquillajes ni eufemismos. Llamar al fanatismo por su nombre. Aprender a reconocerlo. Saber que ante un ataque es necesario defenderse. Que pocas formas de suicidio hay más estúpidas que preparar una defensa sin haber identificado al agresor primero. Pero también que, incluso entonces, poco importa que las circunstancias legitimen la violencia. Lo que diferencia a los fanáticos de los justos es que los primeros entienden el combate como una victoria. Los segundos lo ven siempre como una derrota. Y si acaban prefiriéndolo lo hacen asumiendo el coste. Los segundos, cuando matan, se desgarran.

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