La ministra de Educación y portavoz del PSOE, Pilar Alegría, ha declarado sobre la célebre ley del sólo sí es sí que "hemos comprobado que a la hora de la aplicación de la misma se han encontrado efectivamente fallos, distintas sentencias que nadie, nadie, pensaba". La ministra repitió, recalcó el nadie.
Por su parte, el ministro de la Presidencia, Félix Bolaños, ha secundado a su compa-ñera explicando que "queremos corregir la ley del sólo sí es sí para paliar esos efectos indeseados que se han producido, que no queremos que se repitan a futuro, de la mano de los expertos, de los catedráticos, de los magistrados que más conozcan esta parte de nuestro derecho penal".
A propósito de todo ello ha explicado Iván Espinosa de los Monteros que en la en-mienda a la totalidad presentada por Vox en septiembre se avisó de lo que iba a suceder. Rezaba dicha enmienda textualmente:
Lo que se produce, a fin de cuentas, es una injusticia material, ya que ciertas actuacio-nes, hasta ese momento constitutivas de abuso, serán castigadas en demasía, mientras que otras, tipificadas como violaciones o subtipo agravado en la legislación vigente, experi-mentarán un descenso de la pena.
Y concluyó su declaración con las siguientes palabras:
No es que no se podía saber. Es que lo sabían. Y a pesar de ello votaron esta ley, sabien-do que iban a salir violadores y pederastas a la calle. Así que ahora, que no digan que no se podía saber, que no digan que van a consultar a expertos, que pidan perdón y que dimi-tan, porque cada violación que se produzca por parte de aquellos a los que han soltado, es culpa de ellos, de cada uno de ellos que votó a favor de esa ley.
La primera conclusión que se saca de este episodio es que el Parlamento español es una farsa, un tablado de marionetas que sólo serviría para inspirar a Valle-Inclán un esperpento. En el Parlamento no se razona; se proclama. No se dialoga; se insulta. No se intercambian opiniones; se lanzan consignas sin escuchar los argumentos contrarios. Al menos esto es lo que sucede el Parlamento español de nuestros días. Quizá fuese distin-to antaño, aunque Unamuno definiera el Parlamento republicano como "el aullar de una jauría de perros lobos que en la tinieblas barrunta la presa". Quizá fuese distinto en los tiempos de célebres tribunos como Cánovas y Castelar, aunque los testimonios de los cronistas parlamentarios del XIX tampoco parecen dejarnos mucho espacio para la ad-miración. En labios del protagonista de su deliciosa novelita Suum quique (1864) puso José María de Pereda su opinión sobre unos parlamentarios a los que admiraba cuando leía sus discursos en los periódicos pero que le desengañaron cuando contempló su ac-tuación en directo: agresividad, vanidad, odio, vulgaridad:
Preguntó, con este motivo, si había dos Congresos de diputados en Madrid, y que en dónde se pronunciaban aquellos discursos tan arregladitos y tan elocuentes que él acostumbraba a leer; y cuando supo algo de lo que pasaba en la redacción del Diario de Sesiones: –¡Cáscaras –dijo–, pues con un buen redactor también habría oradores en el con-cejo de mi pueblo!
Y la segunda conclusión es que en el impecable razonamiento de Espinosa de los Monteros quizá se esconda su error: los razonamientos no sirven para nada. Demasiado magnánimo fue el portavoz de Vox al suponer que los gobernantes socialistas sabían lo que iba a suceder pero les dio igual. Lo más probable es que no supieran cuáles iban a ser los efectos de su ley. En primer lugar por su ignorancia e incapacidad, ya que no por haber salido de las urnas uno adquiere ni conocimiento ni luces. Y en segundo lugar, lo más importante: aunque hubieran leído la enmienda de Vox y aunque hubieran sido capaces de procesar sintácticamente lo que en esos párrafos se explicaba, no dieron el paso siguiente de conectar una neurona con otra. Sencillamente se sonreirían con la soberbia característica del convencido de su superioridad intelectual y moral, y lo tirarían a la papelera por no coincidir con lo que ellos habían decidido no por la razón sino por la fe.
Nunca se repetirá lo suficiente que el izquierdismo es una fe. Una fe de fuerza arro-lladora que ha sustituido a la casi extinta fe en Dios. Y como cualquier otra, la fe iz-quierdista es un convencimiento que no se basa en la razón ni en la experiencia. Da igual todo argumento, todo dato, toda evidencia: lo que diga la fe izquierdista es la verdad y punto. Si los hechos la desmienten, son los hechos los que se equivocan. La fe izquierdista acierta siempre. Y los votos de la mayoría lo confirman y bendicen.
Y quien no esté de acuerdo ha de ser acallado, despreciado e insultado.