
Cuando iba para década y media que aquello de ‘El Torneo de las Sorpresas’ había quedado como más un cliché o un eslogan publicitario que una realidad al hablar de la Copa del Rey, hete aquí que la edición de 2023 en Badalona ha venido a revolucionar el ‘statu quo’ del baloncesto español. Por primera vez desde 2009, el campeón de la misma no se llama Real Madrid o Barça. Ítem más, para encontrar la última vez que los blancos no llegaron a la final del domingo hay que remontarse a 2013. Defenderán los más conservadores que probablemente esto habrá tenido alguna repercusión en la audiencia de la final —desde luego no en la asistencia a un Olímpico de Badalona que se llenó, tras algunos claros en el inicio del evento—, pero permítanme aportar que este dato es un signo de buena salud para el baloncesto español. Ninguna competición que se precie puede presumir de que siempre la ganen los mismos, por muy transatlánticos deportivos, económicos y sociales que estos sean.
Aunque haya tardado casi tres lustros en volver a darse el revolcón, es evidente que la Copa es un torneo propició para ello. Por su propia idiosincrasia. No parece necesario explicar que ganar a un favorito es más fácil a un partido que cuando hay que tumbarlo en un ‘play off’ que obliga a derrotarle tres veces en un máximo de cinco encuentros. Con todo, en la gran mayoría de ocasiones acabará ganando el poderoso, pues acumula más presupuesto —de hecho en esta Copa, mucho tiempo después, entraron las ocho mayores economías de la Liga Endesa— y, por ende, mejores jugadores. Hasta aquí la perogrullada. Pero sí es cierto que este torneo tiene algo de especial, y tengo para mí que es imposible ganarlo sin alma, un factor que no reflejan las estadísticas, que no se paga con dinero y que, para un evento tan intenso y corto, iguala fuerzas y puede resultar determinante porque llega allá donde no lo hace el físico y, ni tan siquiera, el talento. Así ha sido en esta ocasión en tierras catalanas.
Cuando te lo juegas todo a 40 minutos hay que ser muy bueno para ganar sin espíritu. Pero se puede: lo demostró el Real Madrid en el inicio del torneo, dejando todas las dudas del mundo pese a superar agónicamente a un Valencia Basket que tiró al palo y ya avisó de lo que venía por delante. A los blancos, previsibles, les han faltado ideas en la Copa casi al mismo nivel que torcido ha estado su punto de mira (han encestado 8 de 48 triples y 46 de 68 tiros libres), pero quizá lo más grave ha sido la falta de espíritu que reconoció Chus Mateo después de que el Unicaja les apeara. No le dolieron prendas al técnico blanco en admitir que echó de menos en la semifinal a Sergio Llull y Rudy Fernández, ambos lesionados, pero mal asunto para tamaño equipo tener semejante dependencia emocional de dos jugadores de 35 y 37 años respectivamente. Lo peor en clave blanca es que tal hecho resultó evidente y radiografió que ni Musa ni el misterioso Hezonja son de momento los referentes espirituales que necesita el vestuario cuando le vengan mal dadas. Y como los baleares no van a ser eternos, la Copa ha evidenciado que ese equipo tendrá que ir pensando en alguien más que toque la corneta cuando vengan curvas a medio plazo.
Pero antes que el Madrid cayó el Barça, también ante Unicaja. Ojo, que esto no pasaba desde 1953, cuando el Joventut despachó a los dos gigantes del fútbol, y desde luego nunca había ocurrido en la era ACB, iniciada en 1984. Con todo, puede que los de Jasikevicius no mostraran tanta falta de energía como su eterno rival. De hecho, empieza a parecer que el exceso de espiritualidad del técnico lituano va hastiando poco a poco a su plantilla en lo que parece una deriva compleja de resolver sin títulos. Sin embargo, una vez más en un final apretado Nikola Mirotic no fue precisamente lo que los americanos llaman el go to guy, ese seguro de vida al que darle el balón ante la adversidad convencido de que algo va a sacar. Otra le tocó a Higgins —no un dechado de pasión, pero habitualmente fiable como un reloj suizo— y Laprovittola, más emocional y en el mejor momento de su carrera, resolver. Les salió cruz y el Barça se fue de la Copa por la gatera y con el segundo título de la temporada perdido. Los azulgranas se dejaron remontar por un rival más hambriento y acabaron pagándolo en la prórroga.
Porque aunque lo de Unicaja, objetivamente, haya que calificarlo como una sorpresa, cabría decir que algo se podía ver venir. Aunque marchen muy arriba tanto en Liga Endesa como Euroliga —solo faltaría—, es obvio que ni blancos ni azulgranas viven sus momentos de mayor clarividencia en el juego. Así que con, permítase, cierta aquiescencia de los ‘grandes’, esta era precisamente esa Copa en la que una sobredosis de espíritu podía llevar a lo que acabó pasando. La puso Marcelinho Huertas, descollante a los 39 años y al que le faltó un pelo para ser el MVP más longevo de la historia, superando a Chichi Creus en 1996. La derrochó en su casa Joel Parra, excepcional para dar vida al Joventut en el debut ante Baskonia, y eclosionando cual supernova en la semifinal poniendo patas arriba el Olímpico de Badalona. El portentoso alero catalán, por mucho que fuera víctima del icónico tapón de Abromaitis que dejó a la ‘Penya’ sin final, volvió a mostrar su candidatura a pasar muchos años de rojigualda y, muy probablemente, como proveedor de esa energía que en esta ocasión tanto echaron de menos los favoritos. Parece de cajón.
Y como el déficit de espíritu en el Baskonia, a priori la gran alternativa de poder, también fue preocupante —¿Dónde estuvo el plan B cuando el Joventut volteó el marcador tras el descanso?—, fue a Unicaja a quien le tocó el gordo. Porque fue quien mejor jugó al baloncesto, pero también quien más anheló irse por la puerta grande. El alma que requiere la Copa la enseñó Darío Brizuela, verdugo del Barça con su hijo en la UCI. O Dylan Osetkowski, un tipo que parece salido de ‘Los Vigilantes de la Playa’ pero que ha entrado con el pie derecho en el baloncesto de Málaga, como si llevara veinte años paseando por los chiringuitos de El Palo. Y Jonathan Barreiro, aquel mirlo blanco convertido ahora en obrero y que se dejó la vida en la fase decisiva de la final para robarle un balón a Gio Shermadini nada más anotar un triple que ya olía a decisivo. Lo fue también Tyler Kalinoski, un especialista defensivo y notable tirador que, en opinión de quien escribe, fue el auténtico MVP, por ser más regular desde el jueves que el galardonado Tyson Carter. Y por supuesto lo fue Alberto Díaz, ese ‘héroe del pueblo’ —y del Eurobasket de 2022— capaz de universalizar que defender es divertido. El malagueño de toda la vida que lloró sobre el parqué en Badalona consciente de lo mal que lo había pasado recientemente en el equipo de su vida, cuya zozobra en los años previos fue tan enorme que ahora cuesta creer lo sucedido en apenas unos meses. Pero desde luego el chorreo espiritual arranca en Ibon Navarro, capaz de darle la vuelta como un calcetín a ese Unicaja decrépito en solo unos meses. A veces los proyectos, aunque precisen del empujón económico, también empiezan con el corazón que el técnico vitoriano ha sabido tocarle a una afición malagueña que lleva semanas volviendo a llenar un Martín Carpena que la temporada pasada, en un partido ante el Casademont Zaragoza, registró la peor entrada de su historia.
Porque Unicaja, antes de ganar, había recargado el espíritu para recuperar a su gente como imprescindible camino al éxito en esta excelente y ya histórica Copa del Rey. Y eso que a los malagueños les faltó Augusto Lima, referente defensivo en la pintura y operado hace dos semanas de ligamento cruzado de la rodilla, pero ya sin muletas en Badalona. Pues eso, el alma. Eso no se paga y, en ocasiones, da títulos. Vaya si los da, aunque no todos lo hayan entendido en esta ocasión.
