
A propósito de la reciente visita a España del presidente colombiano Gustavo Petro, olvidémonos de sus circunstancias personales como veterano terrorista y centrémonos en las ideológicas, que son más divertidas. Notorio simpatizante de la causa separatista catalana y observador del referendo ilegal por invitación de sus organizadores, escribió en aquella ocasión contundentes palabras contra la dictatorial España que, una vez más, como en 1936, oprimía a los demócratas catalanes. Y denunció una alucinante reinstauración violenta de la monarquía española en Cataluña. Pocos días después del golpe de Estado, Petro aprovechó el Día de la Hispanidad para declarar que "el 12 de octubre se conmemora una invasión, un genocidio, una conquista, un saqueo".
Tan solo horas antes de tomar el avión para venir a España a ser agasajado por la monarquía opresora de Cataluña y genocida de América, recordó a sus compatriotas el "yugo español" que oprimió aquel Continente, causa de su subdesarrollo actual. ¡Fácil excusa, la de echar la culpa a España de los males que los americanos sufren doscientos años después de haber comenzado a gobernarse por su cuenta! No parece que el colombiano haya dedicado mucho tiempo a reflexionar sobre los argumentos que algunos vecinos caribeños y camaradas izquierdistas de mayor formación que él han esgrimido para contrarrestar el cómodo recurso de acusar a los demás de las culpas propias. Por ejemplo, los del exdirigente sandinista Augusto Zamora, que, en su muy documentado Malditos libertadores, ha denunciado la desvergüenza de los líderes indigenistas por descargar su responsabilidad en el subdesarrollo actual sobre una España que abandonó unas tierras prósperas que los nuevos gobernantes se dedicaron a empobrecer. Y, para no salirnos del entorno caribeño, Zamora comparó el enorme desarrollo económico y cultural que Cuba experimentó en el siglo XIX, precisamente gracias a su permanencia en España, con la "feria de calamidades que eran los países del Caribe o los andinos".
Sin embargo, no ha tenido inconveniente Petro en que esa España del yugo le honre con la Orden de Isabel la Católica, la del yugo y las flechas, precisamente. Pícara coincidencia. Y también fue ella quien decretó en 1501 la obligación de tratar a los indios "como personas libres y no siervos", de pagarles por su trabajo, de permitirles "andar seguramente por toda la tierra", de "no consentir que ninguna persona les haga mal ni daño alguno" y de castigar a los españoles que osaran tratarles mal.
El siguiente paso condecorativo fue el otorgamiento de la medalla de la Universidad de Salamanca, momento que aprovechó para confirmar su ignorancia rememorando –¡cómo no!– la fábula de Millán-Astray, sacralizada por el evangelio izquierdista a pesar de haber sido desmontada en mil ocasiones. ¡Salamanca!, pícara coincidencia de nuevo. Porque lo que sí tendría que haber mencionado el presidente colombiano, en vez de farsas propagandísticas, es el papel precisamente de la Escuela de Salamanca en la construcción del Ius gentium. Y al frente de todo ello, Francisco de Vitoria, autor de Relecciones sobre los indios y el derecho de guerra, texto que el multicondecorado debería leer para poder opinar sobre el yugo español con conocimiento de causa. Un fenómeno, Petro. ¡Pobre Colombia!
Pero sobre todo, ¡pobre España!, ese genuflexo país que goza premiando a sus enemigos y promoviendo todo lo que la denigre. Se ha hecho tantas veces, y se seguirá haciendo tantas otras, que da pereza y pena recordar más casos.
El fenómeno, sin embargo, no es exclusivo de España, diana secular de la propaganda anticatólica nacida con Felipe II y víctima del autorrechazo que anida en el núcleo del pensamiento progresista desde hace dos siglos largos. Porque Gran Bretaña, que parecía haber quedado al margen de la autocrítica precisamente por sus triunfales dos últimos siglos, lleva ya un tiempo disfrutando de la ambrosía de su propia leyenda negra. La primera vez que observé que la marea estaba cambiando fue cuando, hace ya algunos años, varias personalidades de la cultura y los medios de comunicación británicos empezaron a descargar todo tipo de insultos sobre Kitchener. Porque el héroe de Omdurmán, vencedor de los bóers y encarnación del ejército británico durante la Gran Guerra había pasado a ser un odioso racista, masacrador de negros e inventor de los campos de concentración. Y en los círculos culturales y universitarios de esta nueva Gran Bretaña crecientemente musulmana y gobernada por indios y pakistaníes está de moda condenar sin atenuantes el pasado imperial. Pero lo singular no es el hecho de que se debata sobre los errores y aciertos de la historia de un país, sana manifestación de la libertad de expresión. Lo singular es que, en cualquier conferencia celebrada en los más eruditos centros del saber, las críticas históricas e incluso los insultos a Gran Bretaña sean recibidos por los asistentes con regocijo unánime. Los hijos de Albión, hasta no hace mucho orgullosos amos de las olas, también gozan con su autodenigración.
Pasemos a continuación de las naciones a las religiones. Para ser exactos a la religión cristiana, única denigrable en la excristiana Europa. Porque el Parlamento Europeo ha desplegado una exposición en la que se hace burla de un Jesucristo rodeado de apóstoles homosexuales sadomasoquistas, lo que, comprensiblemente, no ha gustado a todos. Se sea creyente o no, no parece sensato desdeñar el morboso placer que experimentan decenas de millones de europeos en burlarse de la religión sobre la que se erigieron dos milenios de cultura, moral, arte y derecho europeos. Porque denigrándola a ella se denigra a Europa y a los europeos pasados y presentes, aunque probablemente carezca ya de importancia puesto que lo que queda de Europa no es más que un cadáver putefracto sobre el que sobrevivimos a duras penas las últimas generaciones de gusanos.
Pero no seamos cenizos y alegrémonos de la bendición de vivir en esta luminosa era de la multiculturalidad, pues se dice, se comenta, que las autoridades de la UE han decidido que el año que viene se repetirá la misma exposición pero con Mahoma.