
Te dirán que es en nombre del progreso y tú lo creerás simplemente porque enfurece al votante del PP. La palabra progreso, para los progresistas, hace tiempo que dejó de entenderse en función de un destino al que deberíamos querer encaminarnos y pasó a definirse exclusivamente en función de un lugar del que deberíamos querer huir. Concretamente, de la derecha, o, por decirlo de forma más precisa, del franquismo. La derecha en España, "la reacción", es para ellos todo lo que puedan asimilar remotamente con la caricatura reinventada del dictador —heredera suya y pecadora como él—, lo que quiere decir que para ser progresista basta con poder venderse de manera mínimamente convincente como antigua víctima de aquel. Gracias a este curioso mecanismo cerebral, en este trocito de tierra alucinada uno puede manifestarse como un verdadero reaccionario, como un racista, nacionalista, clasista, delincuente, prófugo y malversador pero, al mismo tiempo, ser incluido como socio legítimo del incuestionable progresismo patrio, esa cuna de las nobles intenciones donde, según nos dicen, se ha asentado siempre el lado correcto de la Historia.
Ese es el relato de los partidos de izquierdas, por supuesto, pero la cosa es demasiado simple como para explicarlo todo, en realidad. Entre los millones de votantes que han accedido gustosamente a que esa falacia obscena parasite con sus contradicciones las instituciones del país existen muchos tipos psicológicos. Los hay que se la creen absolutamente, sí. Son los que viven sin desgarraduras de conciencia en un mundo maniqueo y elemental. Pero no deberíamos obviar a quienes, más sofisticados, perciben el engaño y pese a todo acceden a aceptarlo. Suelen actuar movidos por una mezcla de cobardía y orgullo que les incita a preferir las tropelías de quienes consideran suyos antes que las de los demás. A estos últimos no se los escuchará decir que pactar con Puigdemont es legítimo y deseable, aunque puede que también. En cambio, sacarán que Feijóo ha accedido "del mismo modo" a hablar con él y cerrarán sin más sutilezas la conversación.
El problema de habernos situado en esa tesitura es que después existen argumentos para todos los gustos. Se dice que Cataluña nunca ha estado más pacificada que ahora. Que las políticas de Sánchez han demostrado ser eficaces. Que hay que apostar por la concordia antes que por el enfrentamiento. Que hay que desjudicializar el "conflicto" —a un político que infringe la ley no se le juzga, se le "judicializa"—. Y se obvia que pagar el chantaje para apaciguar al chantajista era lo que proponían aquellos colaboradores del nazismo para los que el buen funcionamiento de la democracia no valía tanto como su propia comodidad. Comparar a los independentistas con los nazis quizá suene a argumento demagógico, pero es que reivindican su misma ideología injusta y contraria a la igualdad. Por tanto, para comprobar hasta qué punto España es un país lleno de hipócritas sólo hace falta seguir con la mirada los últimos bandazos de Feijóo, ese hombre que ha dicho querer derogar el sanchismo hablando con el mismo Puigdemont. O preguntarse cuántos votantes del PP han deseado que recapacite el Partido Nacionalista Vasco, socio aceptable, al parecer, siempre que ayude a que deje de gobernarnos el PSOE.