
El rasgo común de todos los nacionalistas es su firme creencia compartida en que las naciones constituyen realidades naturales que hunden su esencia centenaria, cuando no milenaria, en siglos de historia compartida. Los nacionalistas, sin excepción, están íntimamente convencidos de que las naciones fueron creadas por reyes y nobles hace muchos siglos, allá en la noche de los tiempos. Pero las naciones modernas no son realidades naturales, entes de existencia objetiva surgidos de una tenaz acción unificadora de antiquísimas dinastías reinantes que se remonta a la Alta Edad Media. Eso es solo un mito, un mito nacionalista. Ningún rey creó jamás ninguna nación.
Porque las naciones no son hijas ni de la Naturaleza ni de la Historia. Las naciones son creación exclusiva de los Estados. Y es que solo los Estados poseen el poder demiúrgico capaz de alumbrar naciones. Estos días, acaba de llegar a las librerías españolas la primera traducción al castellano, con solo medio siglo de retraso, del estudio más importante que nunca se haya escrito sobre cómo se construye una nación. Y no una nación cualquiera, por cierto, sino Francia, genuino paradigma ideal del Estado-nación contemporáneo. De campesinos a franceses, el monumental ensayo de Eugen Weber al que me refiero, debería ser un texto de lectura obligatoria e inexcusable para cualquiera que en el futuro aspire a presidir el Gobierno de España.
Porque ahí se demuestra que, y tan tarde como hacía 1880, un siglo después de la Revolución, la mayoría de los habitantes de Francia todavía no sabían que eran franceses. Sí, en las vísperas mismas del inicio del siglo XX, hace cinco minutos desde una perspectiva histórica, más de la mitad de los habitantes de Francia no sabían que existía un país llamado Francia al que ellos pertenecían. Huelga decir que tampoco sabían pronunciar ni una sola palabra en el idioma francés. De hecho, Francia no existió en las mentes de los franceses hasta el surgimiento del ferrocarril, el servicio militar obligatorio y la escolarización universal. Moraleja: si el Estado sigue renunciando al intervencionismo cultural activo en Cataluña, España se extinguirá allí.