
Todos los nacionalistas del mundo comparten la creencia dogmática, religiosa de hecho, consistente en pretender que la lengua de su nación particular configura una visión del mundo específica y única, la que dotaría de contenido diferenciado a la cosmovisión identitaria consustancial a la comunidad de espíritus integrada por sus hablantes. Así, habría una manera germánica de entender el universo, otra eslava, una tercera anglosajona y, en el caso de la Península Ibérica, también existirían la catalana, la gallega, la vasca e incluso la aragonesa o la asturiana.
Pero todos los nacionalistas del mundo están equivocados. Y eso es algo que sabemos muy bien cuantos en la infancia fuimos escolarizados en un idioma distinto al nuestro materno. Mucho mejor que nadie, nosotros supimos desde niños que el idioma no configuraba en absoluto nuestra identidad, mucho menos aún nuestra percepción subjetiva de las cosas de la existencia. Una lengua, cualquier lengua, solo es un instrumento para designar y aprehender el orden exterior a nosotros por medio de signos y de sonidos, única y exclusivamente eso. Todo lo demás es mala literatura. De ahí que la asociación entre el uso cotidiano de una lengua concreta y la adscripción a una comunidad social y política sea algo que no existió con anterioridad al surgimiento de las ideologías nacionalistas en el siglo XIX.
Sin ir más lejos, muchos nobles catalanes hablaban habitualmente en castellano durante el Antiguo Régimen (ahora ya solo lo hace el conde de Godó), algo que no llevaba a poner en duda su catalanidad por parte de nadie. Bien, pues no atreverse a discutir ese axioma falaz, ora por cobardía política, ora por simple indigencia intelectual, tiene como consecuencia el blindar de legitimidad el discurso de los separatistas sobre las lenguas. La estampa, tan definitivamente patética, del vocero del Partido Popular, Borja Sémper, esa leyendo en un papelito no sé qué nadería en euskera para tratar de congraciarse desde la Tribuna del Congreso con los representantes de Bildu y PNV a los que supuestamente debía rebatir, ilustró a la perfección la triste renuncia de la derecha española a combatir la raíz última del mal. Se acabarán poniendo el pinganillo.