
Hace unos días, escuchaba un pódcast sobre la caída del Imperio romano de Occidente. De niños, aprendemos que todo se vino abajo un 476 d.C., pero la realidad no es tan simple y el asunto fue para largo. Abarcó los dos últimos siglos o lo que se conoce como Bajo imperio, y en dicho período los romanos fueron cuesta abajo y sin frenos, hostigados por los bárbaros allende sus fronteras y la barbarie de puertas adentro.
Tiempos de bonanza crean hombres débiles. Los emperadores, ebrios de poder y víctimas del panem et circenses, empezaron a revelarse como auténticos inútiles y corruptos. Eso en lo que respecta a gobernar, porque en las artes de la traición y la conjura se revelaron como verdaderos maestros. Los buenos tiempos de la Pax Romana dieron paso a incesantes luchas de poder que se saldaban con envenenamientos o cuchilladas traperas, y raro era el caso de quien duraba varios años en el cargo y dejaba este mundo plácidamente. Sólo interesaba el poder a los últimos romanos y el maligno los corrompió, convirtiéndolos en sus aventajados discípulos.
Algunas regiones no reconocían al emperador de turno y se independizaban, nombrando al suyo propio. El caos era tal que se llegó a dividir el imperio entre varios emperadores con diferentes rangos, que ejercían simultáneamente. (La clásica multiplicación de cargos por parte del Estado como solución mágica a todos los problemas). Los trámites burocráticos fueron cada vez más asfixiantes. Había que sufragar los costes del imperio, un ejército de funcionarios que hacían de todo menos funcionar, pero los impuestos del ciudadano no alcanzaban. Solución: en un acto de magnanimidad, se concedió la ciudadanía romana a los habitantes de todas las provincias para poder esquilmar con impunidad a to quisqui y hala, a seguir nadando en el sestercio.
La nacionalización masiva también tuvo como objetivo engrosar las filas del ejército, pero de poco sirvió. Los visigodos, que serían bárbaros, pero no tontos –ya estaban un poco romanizados–, aprovecharon la debilidad del enemigo y se plantaron en la mismísima Roma, saqueándola. Camparon a sus anchas por nuestra Hispania e incluso pactaron con los romanos permanecer en su territorio, aduciendo que eran víctimas de otros bárbaros que les empujaban hacia el sur, sin dejarles otro remedio que invadir a sus vecinos. Cuando aquellos llegaron a la península –ya saben, el tridente mágico de vándalos, suevos y alanos–, los romanos pidieron ayuda a los visigodos para deshacerse de ellos. Los visigodos, solícitos, ayudaron a sus anfitriones a controlar la invasión y, tras librarse de sus colegas de sindicato, expulsaron también a los romanos de Hispania.
La historia, aburrida de repetirnos la lección, demuestra que los hombres no hemos cambiado. Son diferentes las formas y los mecanismos de la época, el envoltorio de nuestros actos, pero no su esencia y objetivo. La política ha desterrado las dagas y el derramamiento de sangre, pero la traición y la venganza siguen vigentes, innatas. No se regalan mendrugos ni espectáculos al ciudadano, pero aún se compra su voluntad con los mecanismos de la época –a saber, un trabajo sufragado por el Estado y sin productividad alguna o una jugosa subvención que te ahorren el sudor de la frente con el que conseguir dicho pan–. Los bárbaros, de apariencia civilizada, siguen amenazando a la nación desde el norte, reconociendo a un rival débil y pactando una paz con ventajas fiscales que destruirán cuando más les convenga, exprimiendo todo cuanto queda de él.
Nada importa manifestarse en nombre de unas leyes o Carta Magna que son papel mojado para quienes las profanan. Apelar a lo que nada significa es predicar en el desierto. Ellos lo saben y por eso avanzan con paso firme en su hoja de ruta, sabiéndose impunes. Salvador Illa lo ha reconocido abiertamente: sólo importa que no gobierne el otro. La hoja de ruta es el poder y nada más que el poder. La situación, por crítica y dantesca que sea, no justifica tomarse la justicia por su mano. A Dios gracias, hay pruebas cercanas de que no ocurrirá. Fíjense: ETA asesinó a unos 900 españoles y nadie hizo tal cosa. Nadie, salvo González y su GAL. Anda en estos días solemnemente afectado y a su vez muy ufano, con su imagen pública abrillantada y su nobleza renovada, cortesía del lavado de cara por parte de las barrabasadas del felón actual, con el que comparte partido –otra más de esas clásicas casualidades que persiguen al PSOE–.
Deberíamos abandonar Colón y rodear Ferraz y otras tantas sedes del partido socialista de toda España. Sólo así comprenderán que sus actos no quedarán impunes y que una democracia no consiste en utilizar los votos a su antojo como si se trataran del Rey Sol. Si hacen memoria, cuando ETA asesinó a Miguel Ángel Blanco, hubo manifestaciones pacíficas y multitudinarias, pero la gente también acudió a las herriko tabernas y a las sedes de Herri Batasuna a recordar a aquellos gestores del terror que no iban a dejarse asesinar sin que hubiera consecuencias. Una turba los asedió y, por primera vez, aquellos matones altivos, que paseaban su mirada por encima del hombro sabedores de su poder, atisbaron un rival más fuerte frente a ellos y el miedo asomó en sus pupilas.
Es difícil discernir quién es quién entre la calaña que cree tener en sus manos el futuro de nuestra nación. Unos y otros son cómplices; poco importa quiénes son los bárbaros invasores y quiénes los emperadores, generales y senadores sedientos de poder porque todos son un peligro para ella. Pero es hora de decidir si queremos ser Roma y luchar unidos por ideales como la justicia y la igualdad entre ciudadanos o unos reinos de taifas con un vergonzoso complejo de terruño, incapaces de la solidaridad entre españoles —patente en las patéticas peticiones de financiación de otras autonomías a raíz de la condonación de deuda catalana–. Ojalá cunda lo primero y podamos rescatar, orgullosos, aquello de que Roma no paga traidores.
