
Desde la Grecia clásica nos hemos esforzado en reducir la perversa naturaleza humana a leyes justas y objetivas; única manera de gobernar nuestras tendencias instintivas contrarias al buen gobierno. Con dramática firmeza lo hubo de remarcar John F. Kennedy en 1962: "Los estadounidenses son libres de estar en desacuerdo con la ley, pero no de desobedecerla".
A medida que se afianzaba el Estado de derecho en la historia, crecía la certidumbre de que sólo la ley objetiva nos podía garantizar la igualdad de trato frente a los valores éticos, subjetivos y cambiantes. Sin embargo, la incursión del sanchismo en la política nos está demostrando que si bien es cierto lo primero, la ley sin unos valores éticos mínimos que la respalden deviene marioneta de cualquier impostor.
Pongamos que hablo del gobierno de Pedro Sánchez. Ha convertido la mentira en norma, el principio de contradicción en ley, el cinismo en regla y el rostro de cemento armado en su manera de pasearse por la vida. Da pavor verle erguido sobre un wáter rebosante de sus propias heces, dirigirse al Jefe de la oposición y espetarle tajante: "La única verdad del Señor Feijóo es que todo usted es mentira". Ayer, en el Congreso de los Diputados. ¡Hay que tener cuajo..! o ser un ser absolutamente amoral.
No es la primera vez que compruebo cómo pronuncia frases o sigue reglas de esa serie maligna de La casa de papel, que tanto éxito ha tenido en un mundo cada vez más populista y aniñado. Hace unos días, para justificar que la única realidad es la suya, confundiendo a propósito "el ser" y "el deber ser", soltó: "La única verdad es la realidad". En La casa de Papel hacía la misma trampa Palermo, un personaje insoportablemente narcisista (P3: E5, del minuto 42 al 47.7 [45:14]). El personaje de la serie y Pedro ahora, como Perón en su momento, cogieron la reflexión de Aristóteles y Kant, adulterando el sentido dado por los filósofos, para justificar sus imposturas. Como está haciendo ahora con la mentira. Hay otro pasaje en esa misma serie donde los atracadores del Banco Central de España chantajean al mando policial con difundir por Internet los secretos de Estado que han logrado en el asalto si no aceptan sus condiciones. Ante ello, "el pérfido CNI" fabrica cientos de secretos de Estado falsos para inundar las Redes Sociales con ellos. A río revuelto, nadie distingue nada. Objetivo, cuando salgan los verdaderos, ya nadie creerá nada, porque como dice un maléfico mando: ¿cómo separar para entonces la paja del trigo?
Pues eso es lo que viene haciendo el gobierno de Pedro Sánchez estos últimos meses con la mentira: culpar a Feijóo de mentir. ¡No me extraña que el gallego se prevenga!: "Usted empezó mintiendo sobre lo que hago, sigue mintiendo sobre lo que digo, y ahora miente sobre lo que pienso". La cuestión según el sanchismo no es dónde está la verdad, sino quién tiene más armas mediáticas para imponerla. O más descaro. En una sociedad polarizada donde ya no se atiende a razones sino a pasiones, todo se reduce a los medios que tengas para imponer "la realidad". Y en cualquier caso, como mal menor, asegurar en el barullo al propio rebaño.
No es la mentira, no es el cinismo, son todos y cada uno de los valores en que fundamentamos nuestras relaciones sociales los que el sanchismo está dilapidando. No es solamente la instrumentalización del TC o la violación del Código Penal, son todas las instituciones del Estado las que están en riesgo de perder toda credibilidad por estar siendo saqueadas, y liquidados todos los referentes éticos que acompañaban a las leyes y velaban por su buen uso. Si esa atmósfera tóxica que ha implantado el sanchismo no se combate ya y se revierte de forma contundente por la mayoría social, no sólo estará en peligro el Estado de derecho, sino la sociedad entera.
Una reflexión. Dábamos prioridad a las leyes objetivas frente a los valores, porque estos últimos se presuponían. Las acompañaban como una pátina transparente que no se ve pero impide el paso de virus al riego sanguíneo. Despellejada la Ley, el cuerpo entero está en peligro.
Y dos testimonios. Tras la demolición de los referentes democráticos en la Alemania Nazi en los años treinta, y sus consecuencias trágicas en los cuarenta, el mundo se conjuró para evitar de nuevo el mal. Pero el mal volvía a brotar poco después con la irrupción de la URSS. La bomba atómica ya no era patrimonio de un solo país. Llegó la guerra fría y el odio ideológico en lucha por la hegemonía moral del mundo entre capitalismo y comunismo. Stalin volvía a repetir la misma ambición de Adolf Hitler, controlar la mente de los hombres. En este caso mediante la propaganda comunista.
En ese enclave, Einstein nos dejó unas reflexiones más inquietantes que su ecuación, E=mc2: "La calamidad alemana de hace años se repite, la gente se somete sin oponer resistencia y toma partido por las fuerzas del mal. ¿Hasta cuándo debemos tolerar que los políticos, hambrientos de poder, o que intentan obtener ventajas, actúen así? (Einstein y la bomba, 1h:08’ a 1h:10’)
¿Hasta cuándo? deberíamos preguntarnos nosotros ahora, ¿hasta cuándo hemos de consentir que los valores sean pisoteados ante nuestros ojos por los que deberían ser los primeros en defenderlos, los políticos? La partitocracia está suplantando a la democracia ante nuestros ojos. Y callamos.
Einstein, con un talento extraordinario, dijo entonces ante ese trance terrible del hombre en peligro de autodestruirse por sus propias conquistas científicas, algo asombroso: "No debemos condenar al hombre porque sus conquistas de las fuerzas de la naturaleza estén siendo utilizadas con fines destructivos, más bien el destino de la humanidad depende enteramente del desarrollo moral del hombre".
Parémonos a reflexionar un instante sobre qué clase política nos dirige. Y seamos consecuentes.