
Esta semana, el Parlamento Europeo aprobó el proyecto de identidad digital. Por abreviar, se trata de un perfil virtual donde el ciudadano medio tendrá a golpe de clic todo lo que contienen esas carteras que necesitan de los artificieros del ejército para salir del bolsillo trasero de los vaqueros: DNI, carnet de conducir, datos bancarios, sanitarios y otros tantos básicos. Vendrá acompañada de su correspondiente firma, de igual validez que la escrita, claro. Dicen en Bruselas que no será obligatoria para "evitar la discriminación hacia las personas que opten por no usarla". A su vez, la líder del Eje –Von der Leyen– la describía como "una identidad que todo ciudadano pueda utilizar en cualquier lugar de Europa para cualquier tipo de operación, desde el pago de sus impuestos hasta el alquiler de una bicicleta". Vamos, un poco como la vacuna de la COVID: voluntaria, pero sin ella no podías ni entrar al antro de la esquina a tomarte una caña, hostelero-policía mediante.
Todo para nuestra comodidad, como siempre. El asunto apesta a Gran Hermano, pero no ha habido mucha indignación al respecto. Normal, porque identidad digital tenemos todos. Desde el internauta jubilado hasta los neonatos, que nacen con el móvil bajo el brazo –es alarmante lo rápido que los padres sueltan al crío el cachivache al más mínimo berrido–, ya vivimos de cara al público, notorios y expuestos. Estas semanas una empresita de monedas virtuales se dedicó a escanear el iris del personal a cambio de criptomonedas y la Agencia Española de Protección de Datos decidió cerrarles el chiringuito. Quién sabe si por integridad moral o por mera competencia, porque la información es poder y el iris es algo que la inteligencia artificial aún no puede replicar. Pero no hay mejor metáfora de nuestros tiempos que ofrecer ese iris único y nuestro a cambio de unos criptosestercios –o como quieran llamarlos– invisibles que se mueven en un universo paralelo y a los que cuesta encontrar aplicación práctica en el mundo real.
Así que la Unión Europea no hace otra cosa que contagiarse del modus vivendi actual y convertirlo en ley. Lo que comenzó como un pequeño comité de regulación de intercambios comerciales se ha convertido en un ejército de burócratas rigiendo nuestras vidas. Otro personaje muy dado a la legislación de ideas, usos y costumbres es la señora Díaz, que estos días comparecía muy airada en diferentes medios, denunciando los horarios nocturnos de la hostelería y otros empleos y que éstos deben ser remunerados. Parece que la ministra de Trabajo no sabe mucho de convenios y pluses salariales por nocturnidad. Y sospecho que debe ser una persona un poco tristona, al estilo de ese fenotipo gallego melancólico, porque si defiende que los bares cierren a la una de la madrugada se entiende que no sale a tomarse un albariño pasadas esas horas. Más allá de eso, no puedo sino profesar cierta envidia a nuestra ministra activista: defensora de derechos y reclamadora de igualdades, alza la voz sobre todos los asuntos que ella misma y su ministerio podrían resolver. Denuncia sin responsabilidad y se manifiesta junto a los sindicatos, erigida en voz de los oprimidos en parte del imaginario colectivo. Talentazo.
Sospecho que tanto la Unión Europa como Yolanda Díaz buscan lo mismo: que lo individual sea indistinguible del resto, o, en otras palabras, que no seamos nadie. Tanto da si es por disponer de una identidad digital como producto de supermercado o por transformar nuestras mediterráneas costumbres de barra de bar y vida nocturna en una suerte de luteranismo tristón. Son dos vías diferentes para acabar en el mismo punto. Ante este afán de auditoría pública, uno entiende más que nunca esos versículos del evangelio de San Mateo donde defendían que las buenas obras quedaran ocultas porque "tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará". Así deberían dejarnos vivir: como un parroquiano de bar, íntimo y a la vez anónimo, notorio en la barra y oculto en una vida que no se le conoce fuera de ella.
