
Es sabido que las organizaciones, da igual que se trate de un banco, un supermercado o un gobierno, acaban teniendo el carácter de quienes mandan en ellas. Si el director de una oficina tiene malas pulgas y maltrata a sus empleados, quienes atiendan al público tenderán a tratarlo con las mismas formas desabridas. Al contrario, si el encargado de una tienda es amable y considerado con los dependientes, éstos serán asimismo complacientes y atentos con los clientes. Nuestro presidente tiene muchos defectos, y todos los transmite a sus ministros. Uno de los más gordos es el de la cobardía. Lo demostró en Lituania, cuando, mientras daba un discurso, una alarma antiaérea en el aeropuerto donde estaba hizo que saliera por pies sin esperar a nadie, empezando por su anfitrión. El presidente lituano se quedó donde estaba, muerto de risa de ver a un compatriota de Gonzalo Fernández de Córdoba, más alto que la pica de un soldado de los tercios, huir como un cagueta al primer aullido de sirena.
Que esta tara, de las muchas que adornan a Pedro Sánchez, se ha transmitido a sus aborregados ministros quedó demostrado cuando, como su tocayo del cuento y el lobo, fingió que estaba pensando en dimitir para desternillarse de risa viéndolos revolotear de un lado a otro del corral, como gallinas asustadas, temiendo el fin del alpiste. Ahora tendremos ocasión de comprobar si tan vergonzosa tacha se ha transmitido también a otros subordinados.
Al aventurarse la posibilidad de que la Fiscalía pudiera haber cometido un delito de revelación de secretos cuando aireó correos electrónicos confidenciales cruzados con un abogado defensor, el fiscal general se apresuró a asumir la responsabilidad de la nota de prensa en la que se producía la revelación. Pero lo hizo de una forma tan retorcida y rebuscada que pareció querer quedar a salvo de la responsabilidad penal que el hecho pudiera conllevar y no aceptar más que la política, en la medida en que un fiscal pueda incurrir en ella. Es más, dijo que quienes habían comunicado a la prensa los hechos eran los fiscales del caso, no él. Y en ningún momento dijo que lo hicieron por orden suya cuando es obvio que así fue.
A ver qué contesta al requerimiento del juez. Porque el hecho es que hay poca duda de que se ha cometido un delito de revelación de secretos y la cuestión se limita a determinar quién lo ha cometido, si la fiscal jefe de Madrid y el de Delitos Económicos o el fiscal general del Estado o los tres a la vez. Y como la asunción de la responsabilidad puede implicar una condena penal, que sin duda llevará aparejada la suspensión de empleo y sueldo además de la mancha que tal condena implicaría para un funcionario de la Administración de Justicia, veremos si el fiscal general del Estado está tan corto de coraje como el presidente del Gobierno y sus ministros que le nombraron reunidos en Consejo.