Así visto, parece impecable el planteamiento, pues, no habrá solución para un mal, cualquiera que sea, si antes no se reconoce que el mal existe y su dimensión.
Aunque no es menos cierto que el reconocimiento del problema, las causas que lo originan, y la motivación de quienes abonaron el camino para perturbar el orden social y beneficiarse del desorden es quizá la tarea más compleja, que sólo se puede iniciar contando con la generosidad de todos y el culto a la verdad objetiva que condujo a la degeneración.
Lo que creo que es ocioso pedir a la sociedad degenerada es que determine quién puede ser el encargado de la regeneración. La respuesta, ordinariamente, no será positiva, identificando al regenerador, sino negativa, determinando quién no puede ser el artífice de la regeneración. Nunca quién degeneró puede ser quien regenere.
Por tanto, bastaría que quien considere que la democracia hay que regenerarla –presidente Sánchez–, debería decir algo más, que ilustre acerca del momento en el que se produjo la degeneración, porque, así, ayudará a identificar al responsable de la misma.
La sociedad, hasta no hace mucho, distinguía claramente entre delincuentes y ciudadanos de conducta honesta, que desarrollaban su quehacer profesional, político o social, con las tradicionales reglas que la sociedad se había dado de orden jurídico, moral, y de respeto a los derechos de todos.
Todo esto, con Sánchez ha llegado a su fin, hasta el punto de que, no sólo se indulta de sus penas a los condenados, sino que sus conductas se redefinen como no delictivas, implorando sus disculpas por haber sido condenados, en aplicación de las leyes vigentes.
Lo que antes fueron valores morales o éticos, compartidos por la sociedad, ahora se han transformado, bajo el propósito necio, además de erróneo, de fomentar la convivencia pacífica, en amnistía, indultos, y revisión exculpatoria de sentencias, incluso por quienes, conceptualmente, no tienen competencia funcional para ello.
Y esto, señor Sánchez, puede ser lo más grave, porque ni la Constitución española de 1978, ni la Ley Orgánica 2/1979 de 3 de octubre, reguladora del Tribunal Constitucional, pretendían algo semejante. ¿Qué dirían hoy Don Manuel García-Pelayo y Alonso –primer presidente del Tribunal Constitucional–, o Don Francisco Tomás y Valiente –segundo presidente del mencionado Tribunal–, asesinado por quienes precedieron a algunos que hoy gobiernan la Nación, coaligados con el PSOE?
Elocuentes reflexiones, del siempre recordado profesor Tomás y Valiente, merecen emocionado testimonio. Decía: "El Tribunal no debe obsesionarse nunca por el eco de sus resoluciones. Ni ha de buscar el aplauso ni ha de huir de la censura, porque en una sociedad democrática dotada de libertades, que el propio Tribunal ampara, siempre habrá, en cada caso, en cada sentencia no rutinaria, aplausos y censuras…". ["La Constitución y el Tribunal Constitucional". ‘Obras Completas’ CEPC, Madrid 1997, VI, p. 4784].
Si el Tribunal Constitucional, de hecho, actúa en ocasiones, como un Tribunal de Segunda Casación –una censura procesal– ¿debería crearse un Alto Tribunal, de Tercera Casación, para controlar al Constitucional?
Por ahí, quizá, pueda empezar, presidente Sánchez, la regeneración democrática.