Si el alto al fuego que han aceptado tanto Israel como Hezbolá y que ha entrado en vigor esta madrugada sirve efectivamente para detener las hostilidades, la guerra habrá durado bastante menos de lo que la mayoría de los analistas pensábamos antes de que se iniciara hace un par de meses. Eso si contamos como fecha de inicio del conflicto la de la invasión terrestre del Líbano por el ejército israelí, claro, aunque en este caso, como en el de la guerra en Gaza, la fecha del inicio real fue el 7 de octubre de 2023.
En cualquier caso, dos meses parecían un plazo demasiado optimista incluso para la versión más modesta del conflicto entre las que había sobre la mesa: que Israel se limitase a empujar a los terroristas de Hezbolá al norte del río Litani, la línea que marcaba la famosa resolución 1701 de la ONU tras la guerra de 2006, que los terroristas de Hezbolá no han respetado y la propia ONU no ha querido o sabido hacer respetar.
Tras este acuerdo y las advertencias que ha lanzado Benjamin Netanyahu, parece que Israel asume la tarea de mantener a los terroristas de la organización chií a una distancia mayor de su frontera, lo que en principio debería permitir a las decenas de miles de ciudadanos israelíes que siguen desplazados desde las horas posteriores al 7 de octubre, volver a sus hogares en el norte del país.
Será uno de los primeros y más inmediatos frutos de la operación militar que ha costado la vida de más de 50 soldados israelíes, pero que ha supuesto un desgaste mucho mayor para Hezbolá, especialmente si lo sumamos a la ya mítica operación con la que Israel mató a varias decenas e hirió a miles de terroristas haciendo estallar sus buscas, que previamente había manipulado.
A esto hay que sumar, por supuesto, los bombardeos en buena parte del territorio libanés en los que han castigado las infraestructuras terroristas de Hezbolá –en casi todos los casos camufladas entre la población civil– y se ha diezmado su cúpula, empezando por eliminar a Hassan Nasrallah, el líder de la organización durante tres décadas y uno de sus principales activos, especialmente por lo relativo a la relación con Irán, que es esencial para que la banda siga dominando, como domina hasta ahora, la mayor parte del Líbano, un país que ha convertido en un Estado fallido, tutelado en la práctica y desde la distancia por los ayatolas.
¿Será suficiente?
La duración de la guerra es la primera prueba de que la intención de Israel en su enfrentamiento con Hezbolá es muy diferente, al menos por ahora, que lo que está tratando de hacer –y en buena parte consiguiendo– con Hamás en Gaza: demoler hasta sus cimientos toda la organización.
En el frente norte las operación se han limitado a causar suficiente daño y a alejar a los terroristas de la frontera. Hezbolá está muy tocada, pero desde luego nada parecido a la situación de una Hamás poco menos que desaparecida en Gaza. Así las cosas, la pregunta que surge es: ¿será suficiente? Y si lo es: ¿por cuánto tiempo?
Lo cierto es que esta no será una guerra definitiva, como no lo han sido todas las demás que ha librado Israel en su historia: el Estado nacido en 1948 desaparecería en caso de perder sólo una de ellas, pero ganándolas se limita a comprar tiempo debilitando a sus enemigos hasta el siguiente conflicto.
En el caso concreto de Hezbolá esto dependerá sobre todo de un factor: Irán, que al final es el enemigo que de verdad ha atacado a Israel aunque haya sido a través de dos proxys. Serán la situación en el país persa y la determinación de los ayatolas – y la que tengan Israel y Estados Unidos para contrarrestar sus planes– lo que decidirá si hay una nueva guerra y cuándo, que puede ser entre Israel y Hezbolá, pero también podría llegar a ser un conflicto que incendie todo Oriente Medio.