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La descarnación del poder

El poder se está desencarnando pero nosotros nos negamos a usar el que tenemos. Y a usarlo descarnadamente. Pues ya me dirán.

El poder se está desencarnando pero nosotros nos negamos a usar el que tenemos. Y a usarlo descarnadamente. Pues ya me dirán.
Reyes Maroto. | Europa Press

Cuando pensé en la palabra "descarnación" creí que era original. No está entre las entradas del María Moliner, así que pensé: "He aquí un hallazgo." Casi un minuto después certifiqué lo de siempre, que hay alguien o álguienes que lo pensaron, dijeron o escribieron antes. Por ejemplo, nuestro gran Gómez de la Serna, don Ramón, que usó mucho esa palabra y la empleó en un panegírico dedicado a los huesos.

Ya saben que los huesos son lo que queda cuando se descarna un cuerpo. Los homínidos aquellos de Atapuerca es lo que hacían con los cadáveres de sus presas. Descarnarlos. Por eso nuestro greguerizador fundante se preguntó, en la proximidad de un doctor inverso o inverosímil, que si lo que permanece tras la descarnación son los huesos y sus tuétanos por qué nadie ha buscado el alma en su interior.

Estaba empeñado en una radiografía de lo más profundo pero se percataba que ni siquiera una placa de lo más penetrante del cuerpo era fiable. Hasta las fotografías radiográficas eran manipulables. Así que, deduzco yo, por mucha descarnación que se produzca, nunca sabremos en realidad lo que allí había. Siempre hay un más allá del más acá.

Viene esto a cuenta de un fenómeno que llevamos viviendo mucho tiempo aunque sólo las mentes más agudas han logrado radiografiar. Se trata de la descarnación del poder político. Uno, que sabe hace mucho que no es un genio, se ha cerciorado de la descarnadura bien recientemente. Comprendan que no todo el mundo es Premio Nobel capaz de ir al tuétano de lo real.

Cuando yo era más joven, el poder estaba encarnado, cubierto de una anatomía ideológica que lo ponía a salvo de sus observadores. Era como un ropaje muscular, nervioso, sanguíneo, que suscitaba en los incautos una percepción idealizada. Se vestía con el hábito de una lucha contra el perverso comunismo o con los puños de una batalla contra el franquismo o con las consignas contra el capitalismo o los rezos por el catolicismo o el disfraz carnal que fuese.

A favor o en contra, el poder se advertía como una encarnación de ideas, de valores e incluso de sueños. Cuando se carnificó con la democracia y la transición, el éxito de la representación fue total. Parecía como si el hueso del poder real, el viejo y taimado tuétano de siempre, esa voluntad decidida de someter a los demás al propio deseo por cualquier medio, hubiese logrado al fin un antifaz definitivo.

La libertad, no demasiada, que produce la democracia hace posible que, a pesar de la función teatral al estilo Calderón que es la política, el poder pueda ser desenmascarado. Pero, oh, milagro, en esta ocasión del primer trimestre de 2025, no es que se haya descubierto algo sino que el poder, por alguna misteriosa e infrecuente razón, ha decidido mostrarse sin encarnaduras.

Debimos haber sospechado que la tendencia del poder a un nuevo exhibicionismo estaba en marcha cuando las razones, el fundamento del pensamiento racional, esto es, convivencial y respetuoso con la verdad, dejaban paso al cinismo ético más brutal. ¿Bueno? ¿Malo? Lo que importa realmente es poder decidir qué es una cosa y qué es otra, qué es verdadero y qué falso.

No, los torpes de la clase no lo vimos. Ha tenido que venir Donald Trump para revelar al mundo, qué sorpresa por favor, lo que ya revelaron Putin, Stalin, Hitler y tantos otros desde que el mundo es mundo: el poder desencarnado es hueso y médula del interés y el capricho por la fuerza. Deberíamos haberlo comprendido cuando Pedro Sánchez nos mintió una y otra vez, en la pandemia, antes y después. Lo hemos visto muy amargamente esta pasada semana cuando, mientras canallescamente prohibía a Vox, bendecía amoralmente a Bildu, la tribu heredera de los crímenes de los asesinos de españoles. Y mucho antes.

Sí, hemos despertado de golpe de un sueño romántico. Pero aún así pocos esperábamos sentir más repugnancia todavía. Pues sí, hemos sentido el asco más óseo y descarnado cuando la socialista Reyes Maroto, que ha sido, oigan, ministra del gobierno de España, acusaba a Isabel Díaz Ayuso y su gobierno de asesinar a 7.291 personas mayores durante la pandemia. Si habló de 7.291 asesinatos, es que alguien los asesinó. El asesinato es una acción que perpetra alguien. ¿O no? Siempre ha valido todo, pero ahora lo vale desencarnada, geopolíticamente.

¿Saben lo que les digo? Que no podemos seguir jugando a la democracia con esta fe del carbonero que nos relega a un merecido limbo político. O nos unimos todos de una puñetera vez contra el frankenstein gubernamental, dejando los matices en el burladero, para arreglar lo que se pueda o nos mereceremos el fin de esta gran nación que se está quedando en los huesos porque no le damos el músculo que necesita para reencarnarse en la Historia. El poder se está desencarnando pero nosotros nos negamos a usar el que tenemos. Y a usarlo descarnadamente. Pues ya me dirán.

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