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¿Es Dios machista?

Permitir que las mujeres accedan al papado sería un acto de coherencia con la dignidad que el propio cristianismo predica.

Permitir que las mujeres accedan al papado sería un acto de coherencia con la dignidad que el propio cristianismo predica.
Los cardenales, reunidos en la Capilla Sixtina | Imagen TV

Por su carácter conservador y casi siempre dogmático, las religiones, como cualquier otro vestigio humano a lo largo de la historia, son hijas de su tiempo. Para bien y para mal. No es privativo de la Iglesia de Roma, el Islam es igualmente fruto de las circunstancias en que nació y por qué nació. Sólo hay que traducir su significado: "sumisión" a Dios, para comprobar su incompatibilidad con valores como libertad o democracia en nuestro tiempo. Por ello, esta irreverencia del integrismo cofrade de Irene Montero no deja de ser una boutade de mal gusto. Porque al fin y al cabo, a un creyente le resbala y a un ateo o agnóstico le es indiferente.

Sin embargo, no es irrelevante, porque si las religiones son hijas de su tiempo, es un imperativo ético adaptarlas a las convicciones sociales, políticas y morales del tiempo que nos ha tocado vivir. Y es evidente que la Iglesia Católica, en cuanto a políticas de igualdad es una afrenta, no sólo al respeto debido a la mujer, sino al propio fondo de la teología cristiana. Permitir que las mujeres accedan al papado sería un acto de coherencia con la dignidad que el propio cristianismo predica. En Gálatas 3:28, San Pablo dice: "Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, varón ni mujer, porque todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús". Esta declaración de igualdad espiritual debería tener también una aplicación estructural y jerárquica. Negar a las mujeres el acceso al papado no solo es una injusticia institucional, sino también una señal de que la Iglesia se resiste a abandonar privilegios históricos que nada tienen que ver con la fe y mucho con el poder. Ver esa retahíla de cardenales investidos de púrpuras y jerarquías puede ser muy eficaz para preservar los ritos, y por tanto el poder, pero muy poco cristiano cuando los hijos de Dios son tratados de forma desigual en derechos, obligaciones y dignidad.

Antes de proseguir, debo advertir que uno es agnóstico de nacimiento. Ni quito ni pongo señor, allá cada cual, pero un poco de coherencia a los santones de Roma es de justicia exigírseles.

Las razones actuales de la exclusión de la mujer al papado por parte de la Iglesia son de tradición apostólica. Se sostiene que Jesús eligió solo a hombres como apóstoles, y que esa elección debe ser respetada como modelo divino. El Papa Juan Pablo II, en su carta apostólica Ordinatio Sacerdotalis (1994), afirmó que "la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres". Y se quedó tan ancho.

Sin embargo, esta postura ha sido objeto de múltiples críticas: la interpretación es fruto de una lectura literalista y rígida de los Evangelios. Se suele argumentar que Jesús vivió en un contexto profundamente patriarcal, y por tanto, sus decisiones deberían leerse a la luz del mensaje más amplio del Evangelio: la dignidad de toda persona y la igualdad en el amor de Dios.

Una pregunta perturbadora pero legítima surge al analizar esta exclusión: ¿Es machista el modelo que la Iglesia atribuye a Dios? Si se afirma que Dios, siendo omnipotente, solo quiso varones al frente de su Iglesia, o bien es un Dios contradictorio, si existiese, o en su defecto, ¿sería el hombre quién estaría proyectando en Él sus propias estructuras patriarcales, si sólo es un mito?

La imagen de un Dios que solo llama a varones a ejercer liderazgo espiritual contradice numerosos pasajes bíblicos donde las mujeres son protagonistas de la fe: María, madre de Jesús, figura central en la tradición cristiana; María Magdalena, la primera testigo de la resurrección; Débora, jueza y profetisa en el Antiguo Testamento. ¿Por qué, entonces, limitar el papel de las mujeres en la Iglesia institucional? Es evidente que su inclusión en igualdad con el hombre en las estructuras de poder de la Iglesia produciría profundas transformaciones. No hay nada que merezca la pena en este mundo que no produzca sofocones para los más anclados, pero sin esos cambios no hubiéramos sobrevivido ni mejorado moralmente. Seguro que la inclusión de la mujer al papado podría significar un acercamiento más empático, inclusivo y sensible a cuestiones que tradicionalmente se han tratado con frialdad institucional, como los derechos reproductivos, los abusos dentro de la Iglesia o su sensibilidad emocional allí donde el patriarcado varón es más torpe. También enviaría un mensaje potente al resto del mundo: que la Iglesia está dispuesta a revisar sus estructuras internas a la luz del Evangelio y del signo de los tiempos.

Seguro que habría costos también. Es probable que una apertura tan radical provocase rupturas dentro de sectores más conservadores de la Iglesia. Además, habría resistencias logísticas, jurídicas y simbólicas. Pero toda transformación profunda genera resistencias, y eso no es razón suficiente para impedirla.

La exclusión de las mujeres del papado no solo representa una injusticia hacia más de la mitad del cuerpo eclesial, sino que, a la luz de los creyentes, empobrece la imagen de Dios que se proyecta al mundo. Una Iglesia que no se atreve a revisar sus dogmas más patriarcales corre el riesgo de volverse irrelevante, especialmente para las nuevas generaciones.

Permitir que una mujer sea Papa no es una concesión moderna ni debe deberse a una "moda ideológica", es o habría de ser, una necesidad espiritual, ética y evangélica. Es hora de abrir las puertas del Vaticano no solo simbólicamente, sino también estructuralmente, para que el próximo papa pueda ser una papisa. Es de justicia hacerlo. En el nombre de todas nuestra madres, las que nos parieron a todos.

CODA: Como la figura de la papisa Juana es una leyenda, no la nombro ni como antecedente ni como argumento.

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