
Supongo que quienes me conocen estarán de acuerdo en que si en algo soy experto es en la lidia de insidiosos y calumniadores, festejo al que hace años, 28 para ser preciso, asistí no desde el callejón sino en el ruedo; esto es, con el morlaco delante, embistiendo a tornillazos y derrotando aviesamente. No voy a hablar de lo acontecido en aquella feria, porque ni hace al caso ni vale la pena desempolvar viejos pleitos. Tampoco, por respeto a los muertos, he de nombrar al dueño de la ganadería. Sea suficiente reseñar que la res estaba marcada, en expresión de un buen amigo y experto en el arte de Cúchares, con el hierro "Torigalupo".
Hoy, desde el recuerdo de aquellos tiempos, a lo que quiero referirme es a la campaña de acoso y derribo en toda regla que el juez don Juan Carlos Peinado soporta desde que comenzó la instrucción de un procedimiento penal que tiene como principal imputada a doña María Begoña Gómez Fernández, señora de don Pedro Sánchez Pérez-Castejón, presidente del Gobierno.
Quienes pertenecemos al mundo del derecho sabemos bien que el poder judicial, pese a su enorme importancia, lleva muchos años padeciendo la paulatina y sistemática invasión de la política. Es cierto que el mal viene de lejos, con lo cual sería injusto echarle a alguien en particular una culpa que es de todos. Sin embargo, el período que vivimos quizá sea uno de los más turbios y preocupantes de nuestra historia judicial. Lo que ocurre actualmente es una máscara de lo que la justicia debe ser, lo que, sin duda, responde al fin último de controlar los tribunales, sean del orden que sean.
Ese y no otro es el objetivo real de la persecución que, desde ámbitos políticos, sufren los jueces, por mucho que se pretenda disimular con muy distintas vestiduras. Ante el triste espectáculo no creo que sea un exceso afirmar que en España las leyes no las respetan ni quienes las hacen y escriben. Es más. A veces da la impresión de que nuestra Constitución sólo sirve para que algunos se constituyan, se reconstituyan e, incluso, hasta se prostituyan si fuera menester. Como se dice en mi tierra de Salamanca, son gente para la que el huevo siempre está por encima del fuero y que, alegando el fuero, se dan al desafuero. Si el hombre no fuera un animal olvidadizo y, a veces, también ingrato y mezquino, todos los que, de una forma u otra, por acción u omisión, atacan a los jueces, sentirían vergüenza, si es que la tuviesen.
Según he anticipado, uno de los blancos de la cacería organizada contra los miembros de la judicatura es el juez Juan Carlos Peinado, titular del Juzgado de Instrucción número 41 de Madrid, sujeto pasivo de agresiones varias y que van desde los insultos proferidos por determinadas lenguas viperinas, hasta las querellas interpuestas contra él por, entre otros, el propio presidente del Gobierno y su mujer y que, con gran pulso y no menor cordura, el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad de Madrid rechazó de plano, pasando por las acusaciones de lo que, con maldad y supina ignorancia, tinterillos de tres al cuarto llaman lawfare, cosa que, por ejemplo, a finales del año pasado hizo Óscar López, ministro de Transición y Función Pública y secretario general del PSOE de Madrid, cuando llamó prevaricador al magistrado y dijo de él que tergiversaba las declaraciones de testigos.
Es verdad que en España, país en el que no pocos tendrían que desayunar el reputado Distovagal de los años 60, para confundir al personal basta con montar una tarima y llenarla de repartidores de agravios e improperios. No me refiero a los leguleyos, rábulas y zurupetos, incapaces de distinguir un código de una ley, que también los hay, sino a quienes no entienden lo que es uno u otra porque en la cabeza no les cabe más que la técnica de ofender. Son una rara mezcla de ideas preconcebidas y cerrazón mental, aunque todos presentan la característica común de ser muy solemnes en el discurso, motivo por el cual hay que prestar suma atención a cuanto dicen, ya que, al menor descuido, se quedan con el trasero al aire. Se trata de comportamientos que constituyen la prueba evidente de un género totalitario que, en el fondo, lo que persigue es dar el tiro de gracia a la independencia judicial.
Alguien que conoce bien al magistrado señor Peinado me dice que desde que comenzó la investigación de los hechos son muchos los momentos duros y dolorosos que ha vivido y sigue viviendo. Si así fuera que, sin duda, lo es, quien esto escribe entiende su desaliento y comparte su congoja. Sin embargo, mi recomendación, siempre modesta, es la de que sea su señoría ilustrísima infinitamente paciente, algo que, al parecer, hace regularmente. Más aún cuando he leído recientemente que ha prorrogado la instrucción de la causa durante seis meses. Administrar e impartir justicia día tras día, es un calvario que el juez lleva a cuestas con resignación, aunque en ocasiones a uno se le rompa el corazón y la esperanza termine hecha cenizas. Tras consultar el escalafón en su última edición de 2024 y comprobar que don Juan Carlos Peinado García ha cruzado el tranco de los treinta años de carrera judicial, puedo entender que el cuerpo le pida arriar velas antes de que a finales de septiembre del próximo año le llegue la jubilación forzosa. Pero, como a menudo decía Camilo José Cela, que fue un fabuloso consejero de agobiados y desesperados, el que resiste gana y el que se impacienta pierde. Tal vez aquí esté la clave. El juez está obligado a pelear por su independencia hasta verter sudor y sangre. Es posible que por esto no sean metafóricas las batallas de las que habla Ihering en La lucha por el derecho y que califica de elementos dramáticos que justifican la heroica resistencia. La pasión por la justicia y el odio a la injusticia implican una servidumbre forzosa que no es susceptible de extinción.
Cuando dentro de ese año y medio termine su vida judicial, el escenario de odios viscerales que el juez Peinado ha generado por su trabajo habrá bajado el telón. Mientras tanto, pienso que allá quienes sospechen de su integridad y mancillen su honor y dignidad. Son individuos que sólo entienden la justicia en clave ideológica y que trafican con ella alterando su pureza. Ya sabemos aquello que Cervantes decía de que cuando la cólera se sale de madre, no tiene la lengua padre, ni ayo, ni freno que la corrija.
En fin. Aquí pongo punto y aparte a este envío. Me ratifico en lo dicho. Tenga aguante, señor juez. Con calculada serenidad, siga con su esfuerzo por superar la amargura que los ultrajes que recibe puedan producirle. De siempre, el noble oficio de juzgar al prójimo ha sido pasto propicio para los desahogos de justicieros y un gravamen que hay que sobrellevar con resignada compostura. El juez espera, espera siempre, al tiempo que si desespera, desespera siempre. A caballo de la duda, eso que para Shakespeare es la antorcha del sabio, el juez, en su soledad, anda y desanda eternamente, sin pausa y sin sosiego, el camino de sus peliagudas singladuras.
Reciba un respetuoso saludo. En leguaje procesal, de mayor cuantía.