
Tenía 17 años, pesaba lo mismo que un suspiro y como todos los jóvenes yo vine, parafraseando a Gil de Biedma, a ver a Carlos Sainz ganar su tercer mundial consecutivo. Era noviembre del 98 y el piloto del que todos teníamos posters en la pared estaba a 500 metros de cruzar la meta del Rally de Gran Bretaña, cuando una avería detuvo de golpe su Toyota Corolla. El copiloto Luis de Moya vaciaba un extintor sobre el motor mientras gritaba desesperadamente "¡Trata de arrancarlo, Carlos, por Dios, trata de arrancarlo!". Toda España empujaba el Toyota con el alma en esos horribles e interminables segundos, pero no hubo milagro. El coche no se movió y Carlos Sainz perdió el título. Este acontecimiento deportivo, de una crueldad insuperable, marcó a toda mi generación. No fue el único. Y eso explica muchas cosas de la España de hoy.
Fuimos los niños que llevábamos la camiseta de una Selección a la que siempre expulsaban en cuartos y todo lo que recordábamos de la España de aquellos días era la impotencia infinita de caer ante Italia en el Mundial de 1994, con aquel inolvidable Luis Enrique ensangrentado tras el codazo de Tassotti.
Al igual que en ese mundial, los españoles pasamos de un entusiasmo desmedido a la cruda realidad cuando terminó la Expo del 92 y en pocos años aquel espectacular montaje, que iba a lanzarnos a la prosperidad mundial, se convirtió en un amasijo de ruinas, icono de una época de corrupción, pelotazos, esperanzas y decepciones.
Idolatrábamos en ciclismo a Perico Delgado hasta que, en el 89, cuando debía revalidar el título de vencedor del pasado año, se despistó y llegó tarde a la contrarreloj, saliendo con más de dos minutos de retraso y convirtiéndose en el primer campeón del tour en caer al último lugar de la clasificación en la etapa prólogo, mandando al infierno la posibilidad de volver a ganarlo. Incluso el declive del invencible Induráin, aquel penoso tour de 1996, parecía gritarnos que habíamos nacido para flotar entre melancolías.
Veníamos de una infancia en que la programación infantil era un chute de optimismo que creaba mundos idílicos, saltando de Barrio Sésamo a Willy Fog o David el Gnomo, pero tan pronto como, con un par de años más, nos sentamos a ver nuestros primeros telediarios, el golpe era deprimente: cada día un atentado de ETA, la barbarie de Alcàsser y la corrupción política socialista lo invadía todo.
Mi generación, que nació ya con el estigma de que Chanquete había estirado la pata en Verano Azul de manera bastante traumática, mientras nosotros aprendíamos a gatear, tuvo que ver a E. T. largándose al final de la película, y la gran sensación era una serie, Médico de familia, cuya narración partía ya de un luto bastante doloroso, la muerte de la madre de Chechu.
Vibrábamos, en fin, con la radio de nuestra vida, que era entonces Antena 3 de Radio, y era tal la fuerza que desprendían Antonio Herrero, García y demás gigantes radiofónicos que los creíamos invencibles. La decepción llegó en forma de "antenicidio" y, de la noche a la mañana, perdimos a las voces mediáticas que nos estaban instruyendo en el noble arte de pensar por libre. Por si fuera poco, años después, cuando habíamos abrazado de nuevo el dial de Antonio Herrero en la COPE y volvíamos a sentirnos en casa, murió inesperadamente en aquella triste primavera del 98.
Musicalmente nos habíamos entusiasmado con los grupos de los años 80, pero tan pronto como llegó el momento de disfrutar plenamente de su música, al doblar la esquina la adolescencia, fueron barridos, se separaron o desaparecieron sin más, y los pocos que sobrevivieron fueron expulsados de las radiofórmulas por esa música de Satanás que llamaban bakalao.
Esa generación, la mía, curada de espantos, parecía un experimento de laboratorio para inocular el virus de la indolencia. Y esa generación es la que hoy está al mando. Cuando nos preguntamos cómo es posible que no ocurra nada en medio del inmenso festival de corrupción, maldad, incompetencia y barbarie que rodea al Gobierno de Sánchez, la respuesta, quizá, la tienes en la nariz rota de Luis Enrique y en esos millones de espectadores que, sin quererlo, cogimos el vicio de encogernos de hombros ante el coche humeante de Sainz. Estaba escrito que de adultos nos haríamos adictos a la resignación.