
Desde que te levantas hasta que te acuestas, tú vida transcurre por el cauce cada vez más estrecho de lo que el Gobierno te da permiso a hacer. Da igual que sean buenas o malas idas, bienintencionadas o malintencionadas. Da igual que sean asuntos importantes o estupideces de gran calibre. La obsesión por prohibir, censurar, restringir y controlar del Gobierno resulta extenuante. Y es justo decir que en esto no trabajan en solitario, sino que la UE y una parte importante de los gobiernos europeos funcionan exactamente igual. Los ciudadanos pagamos para que nos maltraten, nos roben libertades y, en última instancia, nos cobren de nuevo si quebramos alguna de las mil leyes que entorpecen la vida en Europa.
El mismo día en que descubrimos que el Gobierno sigue empeñado en prohibir que puedas utilizar tu coche si no vas acompañado de alguien más, leo que Francia ha vetado los cigarrillos en la calle, en playas, parques y en la práctica, casi en cualquier sitio. También Sánchez tiene ya redactada una ley que prohibirá fumar en las fiestas de pueblo, en las terrazas, universidades y vehículos laborales.
Además, el Gobierno retirará el próximo curso las bebidas azucaradas y la bollería de las máquinas expendedoras de los colegios, eliminará gran parte de los rebozados, y obligará a que la mitad de las verduras servidas en los comedores sean de temporada y "ecológicas" —gilipalabro ultra ambientalista que hemos normalizado como si las manzanas "no ecológicas" procedieran de una mina de carbón—.
Sumar ha pedido al Gobierno prohibir el alcohol en los palcos de los estadios, no recuerdo si lo considera clasista o racista, e insinúa que urge tomar medidas porque, según datos que se sacó del pico la ministra, la violencia contra las mujeres aumenta más de un 30% cuando la selección nacional pierde; asunto controvertido que sin embargo tiene fácil solución: prohibir a la selección nacional perder encuentros. Ganaremos todo a partir de ahora. ¿Cómo demonios no se le había ocurrido a nadie antes?
El Gobierno mantiene también su batalla contra las organizaciones disidentes, con el pretexto de la memoria histórica, y quiere prohibir fundaciones, asociaciones e incluso partidos que no se ajusten a lo que sea que piense Sánchez en cada momento.
Y mientras tanto, los calentólogos monclovitas andan pensando cómo lograr limitar al máximo el consumo de carne en 2030, con vistas a una reducción radical en 2050. Y aunque los expertos se rieron en su cara cuando lo leyeron, hace tan solo unos meses el PSOE trabajaba en una ley para prohibir las notificaciones y el desplazamiento infinito de las pantallas en las redes sociales.
La ristra de prohibiciones es cada vez más voluminosa, hasta el punto de que los encargados de hacer cumplir las leyes no logran asimilar todo lo que ya no se puede hacer, y los ciudadanos van por la vida con miedo a que alguien te señale con el dedo y te diga que estás fuera de la ley. Lo que antaño se castigaba, el robo, la corrupción, la violencia, el asesinato y demás delitos que dificultan la convivencia, ya no se persigue salvo con el desdén de la inercia, en cambio los tapones de plástico –alegoría de un todo—, los cigarrillos, conducir en el coche que te has pagado con el sudor de tu frente, y acampar en lo alto de una montaña para huir de los tiburones de la Hacienda sanchista, está fiscalizado al detalle, y a poco que te líes con dónde sí y dónde no te puede salir la broma carísima.
Durante años, uno de los problemas de los europeos ha sido su anhelo totalitario. De la Europa de dictaduras y regímenes autoritarios quedó una huella social –si se han inventado una ecológica, por qué no puedo yo inventarme una social—, una especie de recuerdo ancestral inconsciente, que lleva a las masas a querer ser dirigidas por su bien. Algo que no podría entender un americano. Es posible que esa adicción al sometimiento esté empezando a cambiar en esta posmodernidad globalizada, pero estoy convencido de que está detrás de una forma antidemocrática de hacer política que ha arruinado y arruina gran parte del continente, y que permite a gobiernos comunistas como el de Sánchez sentirse realmente en casa a la hora de legislar, con una tranquilidad soviética al ejercer el noble arte de patear el trasero a los súbditos ciudadanos.
Quizá por eso el argumento filosófico, moral y político más profundo y elaborado que nos sale ante el aluvión de prohibiciones y limitaciones es un solo grito: dejadnos en paz.