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CRÓNICA NEGRA

El crimen de la encajera

El domingo 13 de marzo de 1932, a primera hora de la mañana de un día que amaneció despejado, dos pastores del barrio de Campamento del pueblo de Carabanchel, Eutiquiano y Benito Martín, llevaban sus rebaños a los rediles cuando al pasar por la llamad Vereda del Soldado encontraron en una zanja un cuerpo tapado con una toquilla. Al destaparlo descubrieron que se trataba del cadáver de una mujer con el cuello cortado. Las ropas que vestía la identificaban sin ninguna duda como una aldeana de la provincia de Toledo –Lagartera– de las que según era costumbre iban a Madrid a vender encajes y bordados artesanales.

El domingo 13 de marzo de 1932, a primera hora de la mañana de un día que amaneció despejado, dos pastores del barrio de Campamento del pueblo de Carabanchel, Eutiquiano y Benito Martín, llevaban sus rebaños a los rediles cuando al pasar por la llamad Vereda del Soldado encontraron en una zanja un cuerpo tapado con una toquilla. Al destaparlo descubrieron que se trataba del cadáver de una mujer con el cuello cortado. Las ropas que vestía la identificaban sin ninguna duda como una aldeana de la provincia de Toledo –Lagartera– de las que según era costumbre iban a Madrid a vender encajes y bordados artesanales.
La cava baja madrileña en la época del crimen de la encajera, en una posada de esta calle se alojó Luciana Rodríguez Narros
Estas mujeres usaban faldas y medias de colores, corpiños y grandes pañuelos en la cabeza, lo que suponía un modo peculiar de vestir que las identificaba plenamente.
 
Los pastores, muy impresionados por lo que habían encontrado, lo comunicaron a la Guardia Civil, que se personó inmediatamente, avisando a su vez al juez correspondiente que era el de Getafe. Las primeras indagaciones establecieron que la mujer muerta era Luciana Rodríguez Narros, una aldeana que efectivamente había llegado a la capital a vender su trabajo y el de sus hermanas. El primer dato que llamaba la atención en su comportamiento era que aunque tenía familia en Madrid, había preferido alojarse en una posada de la Cava Baja de la que salió a sus obligaciones, el día anterior, sin que volviera a saberse nada de ella hasta ser encontrada degollada. El teniente Miguel Osorio, de la Benemérita, encargado de investigación, realizó todo tipo de comprobaciones, interrogatorios y registros, logrando reunir abundante información. Primero: Luciana aprovechaba sus viajes a la capital para visitar a su hijo, soldado de Artillería, internado en el hospital militar de Carabanchel, con quien se encontraba en la Plaza Mayor, pero en esta ocasión el hijo no sabía nada de su madre. Segundo: los trabajos que vendía Luciana alcanzaban precios que rondaban las quinientas pesetas cada uno, lo que en aquel tiempo significaba una cantidad apreciable de dinero. Tercero: examinando cuidadosamente el cadáver se comprobó que presentaba dos heridas en la parte izquierda del cuello, que rompieron la yugular, y que habían sido inferidas por un objeto cortante probablemente de pequeñas dimensiones. Cuarto: las relaciones de Luciana con su familia en la capital eran escasas  y tirantes. Con aquellos datos, el teniente trató de dar satisfacción a cuantos exigían una rápida solución al misterio, pero no era nada fácil. Las investigaciones sólo podían avanzar paso a paso, al margen de la ansiedad creada.
 
El teniente logró establecer que el cuerpo de la mujer había sido registrado, una vez caído en el suelo, hasta despojarlo de toda clase de objetos de valor que pudiera llevar. En la zona en la que fue asesinada, un despoblado de tierra húmeda, se apreciaron hasta tres tipos distintos de huellas de pies. Unas correspondían sin lugar a dudas a las alpargatas que llevaba puestas la víctima, otras eran de bota larga, y las terceras, por su pequeño tamaño, podían pertenecer a una mujer. Por tanto las personas que habían dado muerte a la encajera eran dos. El teniente avanzaba en su indagación, pero la necesaria lentitud de sus averiguaciones precipitaba la inquietud ciudadana que mostraba su interés en un verdadero aluvión de anónimos, con toda clase de confidencias, que llegaron a abrumar al investigador. El teniente Osorio se vio obligado a realizar unas manifestaciones públicas para evitar que le siguieran mandando cartas y comunicaciones anónimas con supuestas informaciones sobre el crimen que se había convertido en una intriga muy popular. El tamaño de la popularidad alcanzada en su tiempo por este suceso obligó a participar en la investigación a la Brigada Criminal que practicó gestiones paralelas a las que llevaba el teniente Osorio.
 
La ribera del Manzanares a principios del siglo XXLas fuerzas policiales efectuaron numerosas detenciones de sospechosos, realizaron pesquisas entre las personas del círculo íntimo de la víctima, se desplazaron al pueblo de la mujer asesinada y recorrieron Madrid descartando posibilidades hasta que las sospechas se centraron en los dos primos de Luciana con los que ésta no se llevaba bien. Se trataba de Leoncio Alia y su hermana Bienvenida. Sometidos a repetidos interrogatorios incurrieron en numerosas contradicciones que hicieron pensar que estaban implicados en el asesinato. Los indicios circunstanciales contra ellos fueron de tanto peso que el juez de Getafe ordenó su encarcelamiento. Esta detención no convenció plenamente a la opinión pública. De hecho, la prensa la puso en entredicho, pero durante casi cinco mese, lo que acabaría demostrándose como un tremendo error judicial y policial, permanecería inalterable.
 
Tuvo que llegar el 5 de agosto para que se resolviera todo. A las nueve de la mañana de aquel día, dos individuos llamaron a la puerta de una humilde vivienda, la situada en el número 5 del Arroyo de las Pavas, en Carabanchel. Les abrieron rápidamente y penetraron en el interior. Apenas habían pasado unos minutos cuando se escuchó un ruido de lucha y gritos de auxilio. Un vecino alarmado por el estruendo dio aviso a la Guardia Civil que llegó a tiempo para sorprender a Julián Ramírez Expósito, de veintisiete años, que se había escondido cobardemente debajo de una cama.
 
El hombre que acababan de asesinar, y cuyo cuerpo permanecía sobre un charco de sangre, fue identificado como Mariano Megino, de cuarenta y dos años, nacido en Cubilos, Guadalajara. Megino era el dueño de una taberna de mala nota situada en la madrileña calle Bastero y se dedicaba a turbios negocios de poca monta, lo que a veces disfrazaba con la compra de chatarra. Era muy conocido en el barrio de la Fuentecilla porque solía hacer ostentación de dinero y joyas que llevaba siempre encima. Según la reconstrucción policial, la mañana de su muerte había sido acompañado hasta la vivienda del Arroyo de las Pavas por Leandro con la excusa de venderle una camioneta para traerle hasta aquel lugar donde tenían planeado robarle y matarle.
 
Una vez en la casa donde fueron capturados los detenidos, mientras Megino trataba con Julián la compra de la inexistente camioneta, aprovechando que aquel estaba distraído, inmerso en el regateo, este le hizo de repente dos cortes debajo de la barbilla con una afiladísima navaja barbera. La víctima, que no resultó herida de gravedad, se lanzó sobre su agresor a la vez que pedía socorro, produciéndose el alboroto denunciado por los vecinos. Al ver la imposibilidad de su compinche para hacerse con la situación, intervino Leandro sujetando a la víctima, mientras Julián se hacía con el hacha con la que golpeó repetidas veces a Megino hasta dejarlo prácticamente irreconocible.
 
Casa tradicional del barrio de CarabanchelEn sus hábiles interrogatorios posteriores, los policías lograron descubrir que aquellos dos peligrosos individuos eran también los autores del sensacional suceso del “crimen de la encajera”. Los hechos habían sucedido de la siguiente forma: el día 11 de marzo, muy temprano, Julián Ramírez trabó amistad con la mujer cuando estaba en un banco del paseo del Prado, aguardando la llegada de Leandro. Sentada a su lado, Luciana se quejó de lo mal que estaban las cosas y lo difícil que resultaba vender su género. Según dijo, acababa de salir del palacio de Buenavista, sede del Ministerio de la Guerra, y apenas había reunido mil pesetas por todo lo que había vendido cuando siempre sacaba mucho más. Aprovechó entonces Julián para decirle que conocía a una tal “Blasa”, persona de buena posición, a la que seguramente podrían hacerle buenas ventas. Luciana le ofreció una comisión sobre lo que lograran vender y quedaron al día siguiente en Puerta Cerrada para intentarlo.
 
Al encontrarse con Leandro, Julián le contó su conversación con la encajera, coincidiendo con que este venía muy disgustado por no haber conseguido dinero de una mujer a la que explotaba, por lo que propuso acudir a la cita con la vendedora de encajes para robarle. El 12 de marzo, los dos compinches se subieron a un taxi en la calle Toledo con el que pasaron a recoger a Luciana que se había creído el cuento y esperaba muy confiada. Ni siquiera se sorprendió al verles llegar juntos. Los tres se dirigieron a unas señas confusas que facilitó Julián al coger para ir de camino a la Colonia de Ferroviarios, aunque terminaron en un descampado de la llamada Colonia de la Paz, donde abandonaron el coche y los tres siguieron  a pie campo a través. El propósito de los delincuentes, que decían conocer bien el camino, era que llegara la noche para acometer su plan. Cuando oscureció, ya a la vista de Campamento, Leandro arrebató el paquete de encajes a la mujer, mientras Julián le echaba su abrigo por la cabeza para impedirle gritar, buscándole el cuello que hirió con un pequeño estilete. Rápidamente le quitaron la cartera que llevaba oculta en la que sólo tenía ciento quince pesetas, así como otros objetos de valor. La víctima se movió en el suelo y Julián volvió tras sus pasos y le asestó un nuevo corte mortal. Luego huyeron hacia al paseo de Extremadura donde tomaron un taxi para volver a Madrid. Más tarde, asustados por la enorme polvareda informativa levantada por su crimen, decidieron deshacerse del envoltorio de encajes enterrándolo en la Casa de Campo donde finalmente sería recuperado por un perro policía.
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