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Amando de Miguel

La revolución agraria, culminación de la industrial

El actual movimiento vegetariano debe considerarse como resueltamente reaccionario, esto es, contrario al progreso.

El actual movimiento vegetariano debe considerarse como resueltamente reaccionario, esto es, contrario al progreso.
Una ganadería de cerdos. | David Alonso Rincón

A los españoles nos entusiasman las falsas polémicas. Hay que ver la que se ha armado con las llamadas macrogranjas. De repente, se nos han hecho visibles y amenazantes.

Hasta hace más de cuarenta mil años, la humanidad se proveyó de alimentos, simplemente, recogiéndolos de los que ofrecía la naturaleza. Como es lógico, el método de esos recolectores exigía el nomadismo sistemático. Hasta que las mujeres se cansaron de tanta mudanza, aprendieron a utilizar el fuego, a cultivar ciertas plantas y a domesticar algunos animales. Había nacido la agricultura en su más original y amplio sentido. El cual suponía una primitiva transformación de los alimentos. Por ejemplo, el trigo se hacía pan, la carne o el pescado se cocían, se asaban o se secaban. El equivalente al hórreo empezó a ser tan necesario como el habitáculo.

A partir de entonces, el proceso de transformación de los alimentos se fue haciendo cada vez más organizado y complejo. El arado necesitaba los bueyes o las mulas para tirar de él. No digamos cuando, al cabo de los milenios, se introdujeron las máquinas en el asunto. Así, llegamos a la situación actual, en la que la agricultura, ganadería y pesca son, realmente, actividades industriales.

No vale la pena comparar los resultados con la primitiva situación de la prehistoria. No hay elección posible. La única forma de nutrir a la población actual del mundo, unos siete mil millones de habitantes, es la producción masiva y organizada de alimentos. Se incluyen todos los posibles procesos de transformación para conservarlos y transportarlos.

Seamos realistas. Con la excepción de ese trampantojo de los alimentos ecológicos (son más caros y para gente selecta), los alimentos proceden, por lo general, de procesos industriales. El más elemental y común es la cadena de frío. Al menos, los cultivos se realizan de forma especializada en grandes explotaciones mecanizadas. Ahí entran las famosas macrogranjas, productoras de carne y huevos. Añádanse las plantaciones de un solo cultivo, las piscifactorías, las bateas de mejillones, los invernaderos, etc. En definitiva, sin percatarnos bien, dependemos de la industria agraria, si se puede llamar con esa aparente contradicción. Lleva como consecuencia necesaria el descenso del precio de los alimentos, vista la tendencia secular. Cierto es que se conservan reductos familiares de la actividad campesina de otros tiempos, ensalzados, ahora, en plan ecologista. Pero, en términos cuantitativos, esa porción no pasa de ser un residuo turístico, algo así como el turismo rural.

La revolución agraria ha sido, paradójicamente, el cenit de la llamada revolución industrial. En la edad contemporánea, a pesar de las guerras y otros desastres, la población mundial ha crecido más que nunca y, mal que bien, ha llegado a ser alimentada. Las actuales bolsas de pobreza no llegan a la situación de las terribles hambrunas del pasado.

Resulta hipócrita renegar de la evolución reseñada. Al tiempo, ha aumentado la sensibilidad por los posibles (y reales) daños para la salud de la producción masiva de alimentos y los sistemas para conservarlos. Lo que procede, pues, es controlar con sumo cuidado esos procesos para que se atenúen los riesgos y se mantenga la salubridad de los alimentos. No hay que abominar de las macrogranjas y otros medios de producción masiva, sino reforzar las exigencias de higiene, calidad y las medidas de descontaminación. Para ello están los organismos públicos con las palabras de consumo, alimentación o sanidad.

No debe olvidarse este hecho fundamental. Uno de los rasgos decisivos de la especie humana, frente a otras del mundo animal, es su carácter omnívoro (comer de todo). Tal factor ha sido la clave de la extraordinaria capacidad de supervivencia y creciente longevidad de los humanos. El resultado se asocia, además, con el desarrollo de la inteligencia. Por tanto, el actual movimiento vegetariano (el horror a las proteínas animales) debe considerarse como resueltamente reaccionario, esto es, contrario al progreso.

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