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Amando de Miguel

Las animaladas de los animalistas

Sería interesante que reivindicaran la proliferación de los mosquitos que transmiten el paludismo y otras enfermedades.

Son muchos los grupos de presión en la sociedad española actual. Suelen agrupar individuos insatisfechos con su vida personal, ávidos de algún tipo de reconocimiento. Bien podrían canalizar sus frustraciones a través de los partidos políticos, los grupos de intención religiosa o humanitaria, pero les falta un punto de compromiso, de altruismo. En su lugar despliegan sus energías para hacer que la legislación o las decisiones políticas favorezcan esta o la otra causa parcial, interesada, que para los más fieles se llega a convertir en obsesión, algo así como la tema (sí, en femenino) dominante de algunos locos. Son entes respetables, o por lo menos curiosos, siempre que no bordeen el límite de poner en peligro el interés público.

La última y más férvida manifestación de los grupos de presión en España es la de los colectivos animalistas. Son hijos del ecologismo, el feminismo y el pacifismo. De esos antecesores han heredado el gusto por la subvención pública. Los animalistas tratan de proteger a los animales, aunque por ello pueda sufrir el hombre, ese "bípedo implume". Ni qué decir tiene que "hombre", por provenir del "humus", incluye a la mujer y a las personas sin sexo diferenciado o cambiante a voluntad.

Aunque pueda parecer una ingeniosa novedad, los animalistas han existido siempre y en todas partes. El caso extremo podría ser el de una etnia rural de la India cuyos miembros se abstenían de roturar los campos para no hacer daño a las humildes lombrices. No se contentaban con no comer carne.

Los animalistas castizos y hodiernos no son tan extremosos. Lo suyo es algo de gusto tan español como "prohibir" muchas cosas que se hallan permitidas. Así, se oponen a la exhibición de animales antes salvajes en circos y parques zoológicos. No está muy claro si su enemiga es también el gusto por mantener animales domésticos con propósito de compañía o recreo, las llamadas mascotas. Les gustaría erradicar de las costumbres hispanas las corridas de toros; ya lo han conseguido en algunas regiones. Condenan las faenas de pescar siempre que no sean en piscifactorías. Se manifiestan contrarios a la utilización de cobayas para experimentos científicos o de laboratorio. Los más fieles se abstienen de comer carne o pescado y, ya de puestos, huevos y leche. Son los llamados "veganos", como si los vegetales no fueran también seres vivos. Con una alimentación reducida a algunos minerales y en cantidades homeopáticas el porvenir de tales anacoretas no sería mayor que el de la etnia hindú respetuosa con las lombrices. Claro que la mejor expresión de ese animalismo extremo es el de los que se oponen a los antibióticos. La razón es que con ellos se liquidan las bacterias, que son los animalitos más pequeños. Sin llegar a tanto, ahí tenemos a los fanáticos que prohíben vacunar a sus niños contra las enfermedades infecciosas. Supongo que también serán amigos de los piojos alojados de las cabezas de los infantes. Sería interesante que reivindicaran la proliferación de los mosquitos que transmiten el paludismo y otras enfermedades.

La última cruzada de los animalistas es la que se ha propuesto la prohibición de la caza en España. Supongo que al final tratarán de extender la prohibición a todos los países. No se paran a pensar que, si no existiera la caza, se propagarían algunas especies (conejos, cérvidos, jabalíes, etc.) hasta esquilmar muchos cultivos. No solo eso. La caza actúa como un regulador en la reproducción de ciertos animales salvajes, de tal manera que consigue detener la degeneración de la especie correspondiente.

En definitiva, los animalistas no son coherentes con su propósito último de proteger a los animales. Lo que consiguen realmente es el empobrecimiento de esa rara especie animal que es el hombre. Contra el animalismo habría que reivindicar el humanismo. Es una tarea inacabada de muchos siglos de civilización.

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